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Crónica:CRÓNICAS DE AMÉRICA LATINA
Crónica
Texto informativo con interpretación

La sombra de las lenguas

Maximiliana Pérez lleva casi setenta años sin hablar el potón, su lengua materna. Al cumplir apenas los siete, sus padres la entregaron a una familia ladina que, a diferencia de ellos, sí podía alimentarla. No hablaba una sola palabra en español. La entonces pequeña debió aprender el idioma a la vez que aprendía los oficios de la casa, maneras de ayudar a cuidar a niños aún menores que ella y nuevas formas de comportarse.

Unos años más tarde, la familia que la recibió se mudó a la capital y se la llevó consigo. Cuando Maximiliana tuvo edad y valor para visitar sola su antiguo cantón en el nororiente del país, de su lengua ya sólo le quedaba el recuerdo de la sensación al hablarla y unas pocas palabras infantiles. Cuando en el país se llevó a cabo el primer estudio sobre su idioma, ya no había hablantes. Los últimos habían sido registrados a finales de los años setenta.

Con el kakawira o cacaopera -otro idioma de la región- sucedió algo similar: una lengua que había estado allí desde hacía siglos desapareció en menos tiempo de lo que un ser humano tarda en nacer y morir. Con esa lengua se perdieron también las historias de esa región y su manera de entender la vida. Los pocos nombres de lugares que han quedado como testimonio de que alguna vez existió son pronunciados vez tras vez en las aulas junto a algunos lamentos por no haber sido rescatada o, en su defecto, estudiada y registrada cuando aún se estaba a tiempo.

Hasta el nawat o náhuat -la tercera de las lenguas diferentes del español habladas en el territorio en el siglo XX- es presentado como si perteneciera al pasado, aunque existe todavía gente que lo habla con fluidez en el occidente del país, además de una serie de esfuerzos orientados a su preservación. Uno de ellos es llevado a cabo por un estudiante de medicina, un electricista de una planta de alimentos y un ingeniero mecánico de la capital que se unieron con un lingüista inglés, una voluntaria española y un lingüista estadounidense -que colaboran desde el extranjero- para trabajar con dos indígenas de un pueblo nahuablante -una fabricante artesanal de comales y una fabricante de queso-, una profesora jubilada del interior del país, un ex sacerdote y retirado profesor de primaria de un pueblo cercano, un profesor de primaria activo y un descendiente de indígenas de un pueblo más grande. Conscientes del peligro severo en que se encuentra la lengua según la escala de la Unesco, formaron la organización IRIN: Iniciativa para la Recuperación del Idioma Náhuat.

En un principio, IRIN apoyó el programa de una universidad salesiana capacitando profesores de náhuat para escuelas en tres localidades de tradición indígena donde habían disminuido los espacios y hablantes. Ahora, independiente de ella y sin necesidad de personería jurídica, ha funcionado con un presupuesto diario de dos dólares con setenta y cinco centavos. Con ellos, ha registrado conversaciones con nahuahablantes en audio, vídeo y texto a fin de generar material suficiente para el estudio de las variantes regionales de la lengua en cuestión, sus historias y referencias culturales. También se ha ocupado de identificar en todo el país a los hablantes aislados -en su mayoría, muy pobres- y reunirse de manera frecuente con ellos a fin de que puedan practicar la lengua y compartir elementos que permitan colocar en su sitio lo que el tiempo y la adversidad han convertido en vacío. Además, ha producido siete libros (cinco para aprender la lengua, una biografía y una traducción del Génesis) y ha comenzado a impartir un curso de náhuat para niños en la escuela del tercer municipio más pobre del país y un curso de náhuat avanzado en San Salvador.

Los miembros de IRIN saben que no pueden darse el lujo de esperar demasiado para hacer su trabajo. La lengua por la que luchan no les da tregua: hace ochenta años, era hablada por un grupo considerable; hace 30, ya era difícil encontrarla; hace tan sólo diez, la mitad de los referentes estaba aún con vida. Aprovechan por eso cada momento libre y cada oportunidad para conseguir información.

Unen sus fuerzas en contra del tiempo, la pobreza y la marginalidad, que son los tres compañeros que los idiomas indígenas han tenido en el país. "No es coincidencia que los hablantes de estos idiomas se encuentren ubicados en las franjas más pobres y desatendidas", explica uno de los miembros. Los pueblos donde se habla el náhuat en el occidente son, junto con las zonas del oriente donde se hablaba potón y cacaopera, los municipios más pobres. "Todos tienen también en común el difícil acceso", agrega este treintañero que cree que, en buena medida, esa dificultad contribuyó -aunque de manera involuntaria- a la conservación. "Por eso, cuando se abre una calle nueva hacia estas zonas, suele preocuparme más de lo que me alegra. Me recuerda que tengo menos tiempo todavía", dice mientras comenta su experiencia con pueblos cuya cantidad de hablantes ha disminuido en los últimos cinco años.

Todos en IRIN están convencidos de que, para salvar la tercera lengua, que forma parte del patrimonio de la humanidad, la población debe asumir su responsabilidad en este momento. No debe conformarse con saber que su sombra está presente en los nombres de objetos, animales, plantas, lugares y platillos. Debe transformar el aprecio que dicen tenerle en acciones, en respeto, en tolerancia y en aceptación. Así, es posible que esta tercera lengua pueda vivir no sólo en los recuerdos.

Claudia Hernández (San Salvador, 1975) ha publicado los libros Olvida uno y La canción del mar.

Una mujer del pueblo de Panchimalco (cerca de San Salvador), retratada en la procesión del Domingo de Ramos el 1 de abril de 2007.
Una mujer del pueblo de Panchimalco (cerca de San Salvador), retratada en la procesión del Domingo de Ramos el 1 de abril de 2007.FOTO: JOSÉ CABEZAS

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