Sesión golfa
"¿Qué tiene San Sebastián, eh? ¿Qué tiene? Si le quitas la bahía de La Concha, le quitas el Puerto, le quitas la Parte Vieja, las playas, los pintxos, los restaurantes... ¿En qué se queda, eh, en qué se queda?". Esto lo decía Miss Martiartu, una insobornable bilbaína dispuesta a poner a parir todo lo guiputxi que se le pusiera por delante, en una viñeta de mi tío Juan Carlos Eguillor. Bien podría haber incluido la Miss en su lista al Festival de Cine de San Sebastián, porque si hay un símbolo del donostiarrismo extremo (aparte del jersey puesto sobre los hombros o los calendarios de la Kutxa) ése es el Zinemaldia.
El festival está ahí, como ha estado siempre la Tamborrada o el parque de atracciones de Igueldo. Está ahí porque desde que nací ha existido y asumía de forma natural que Hitchcock comiera en una sociedad gastronómica o Spielberg se pasara por Donosti para proyectar Tiburón. Llega septiembre, toca vuelta al cole y festival del cine. Es lo normal. Como que mi padre, cada vez que se acercaran las fechas del Festival, contara que Sidney Poitier encargó a un sastre donostiarra un esmoquin a medida y finalmente no lo recogió por tener que partir de San Sebastián precipitadamente. Y mi padre, que conocía a ese sastre, se quedó con el esmoquin blanco de Sidney Poitier, porque por lo visto tenían la misma talla. Imagino que cada familia donostiarra (de esas de Donosti "de toda la vida", como dice mi tía Pilar) tendrá su propia anécdota festivalera sobre cómo el mundo del cine se metió en su casa con algún equívoco divertido o algún encuentro absurdo.
Mi madre prefiere las películas de Doris Day al nuevo cine iraní
Mi familia tampoco es muy festivalera por la sencilla razón de que mi madre, la cinéfila de la manada, siempre ha preferido las películas de Doris Day al nuevo cine iraní. Afortunadamente, siempre ha habido ciclos dedicados a directores clásicos que podían tentar a mi madre para acercarse a los Príncipe y ver por ejemplo, Los viajes de Sullivan, de Preston Sturges. Y también era una suerte que tuviera una madre apasionada para legitimar mis pellas de clase para ver una peli. Más de una vez mi querida mamma firmaba tarjetas para mis profesores donde decía: "Borja ha de ir al dentista". En realidad me iba al festival a una sesión de tarde, como cuando vi en el ya extinto cine Pequeño Casino un pase de El gabinete del doctor Caligari con piano en directo. Sí, hacía piras para ver películas expresionistas mudas: era el típico adolescente pedante y terrible, que llevaba un libro de Kafka en el bolsillo y se preguntaba cómo sabría la absenta... pero todos tenemos una edad del pavo.
Así de listillo era también cuando me apunté al Jurado Joven del Festival de Cine. Éramos doscientos y pico chavales, veíamos tres o cuatro pelis al día y un 95% de ellas eran unos bodrios tremebundos, pero como decía mi amigo Gontzal, "no te quejes mucho, que es gratis...". Recuerdo que siempre ganaba el premio de la Juventud la película que menos me gustaba. Y yo me indignaba, me indignaba mucho. Demasiado, a decir verdad. Porque, claro, en aquella época yo ya quería ser director de cine y la arrogancia del aspirante es desproporcionada: "Estos no tienen ni puñetera idea, ya verán cuando yo haga una película". La edad del pavo, ya lo he dicho antes.
Pero sí que me alegro de haber tenido ese determinación, porque recuerdo que en algún coloquio con cineastas, tras ver sus pelis, mi afán de exhibicionismo me llevaba a expresar en voz alta el deseo de convertirme en director de cine. Entonces algunos realizadores no animaban demasiado a ser optimista: "Bueno, es complicado llegar...": "es muy duro, porque has de tener paciencia y aún así..."; "muchos lo intentan pero no lo consiguen". Ya les digo que mi vocación era a prueba de bombas y no hice ni puñetero caso de estos comentarios de desánimo. Por eso, cuando recuerdo a esos directores tristes que no contagiaban ningún entusiasmo, que no era capaces de transmitir nada ni con sus películas ni sus palabras, me digo que si un chaval se me planta delante y me dice que quiere ser director de cine le diré que, si pone toda la carne en el asador, lo conseguirá. Que no se trata de estar forrado, tener enchufes en los órganos que dan subvenciones o en las productoras o simplemente de suerte. Que si se lo curra, es posible.
Eso sí. Si le contaran al adolescente repelente que yo era que de mayor sí lo conseguirá, que se ganará la vida haciendo películas, el chaval preguntaría: "¿Y a qué edad debutaré?". Le contestarían que a los 30. Y él replicaría: "¡¿A los 30?! ¡Qué viejo! ¡Yo creía que mi primera peli la haría a los 23!". Angelito.
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