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Columna
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El verano que expira

El verano expira. La estación más esperada del año es siempre la más efímera la más rápida en pasar. En un abrir y cerrar de ojos nos hemos zampado el saldo vacacional y plantado en las postrimerías del otoño agotando las últimas calorinas estivales. Este verano de 2008 habrá pasado a la historia con más pena que gloria.

En Madrid lo ha presidido la pena brutal que generó ese maldito motor del avión de Spanair que explotó en la T-4 de Barajas en el momento más trágicamente inoportuno que cabe imaginar. Casi un mes hemos estado asistiendo a un disparatado ejercicio de especulación y ligereza sobre lo que allí ocurrió o dejó de ocurrir. Casi un mes viendo a los de siempre buceando en la carroña alejados del rigor y del respeto. Un mes casi extendiendo la psicosis sobre los riesgos de volar. ¡La cantidad de estupideces que se han dicho en las cuatro últimas semanas! La cantidad de afirmaciones interesadas. Cuánta banalidad y cuánta mezquindad cabalgando sobre la relación de víctimas y el dolor de sus familias. Cuánto canalla en la canalla mediática, cuánto político en la foto y cuánto corporativismo en los gremios de la aviación civil, espantando responsabilidades y barriendo en favor de sus privilegios.

Aterricé en la T-4 el mismo día en que aquella terminal se estrenaba como escenario de una catástrofe aérea. No habían pasado ni 10 horas desde que las 15 toneladas de queroseno de aquel MD-82 ardieran quemando las vidas de la mayor parte del pasaje. Ya nada revelaba que allí se hubiera vivido una tragedia de esas dimensiones. Sólo unas sillas de ruedas que esperaban la llegada de algún familiar abatido. Me sobrecogió la asepsia y la capacidad de recuperación de la maquinaria aeroportuaria. Es como si las pasadas desgracias hubieran convertido a Madrid en una ciudad experta en sufrimiento extremo. Estamos preparados para lo peor pero, paradójicamente, no terminamos de organizar bien el día a día.

El 1 de septiembre, el de la vuelta al tajo, unas decenas de afectados por el pufo de Afinsa se permitió el lujazo de colapsar la Gran Vía para defender lo suyo. Ni la protesta estaba autorizada, ni comunicada, ni nada parecido. Fueron a hacer daño como si jodiendo la mañana de miles de madrileños recobraran algo de lo que palmaron en el fiasco. Policías municipales y agentes de movilidad acudieron en masa a poner orden, pero en lugar de despejar las calzadas de manifestantes ilegales, cortaron el tráfico y desviaron los coches que circulaban legalmente. Diez días después, ocho minutos de tromba bastaron para poner el tráfico patas arriba y horas más tarde el apagón.

La individualidad del coche convierte a sus ocupantes en los seres más indefensos de la ciudad. Un conductor sólo tiene derecho a obedecer y tragar con lo que caiga. Los de Madrid estamos escocidos desde que los agentes municipales pueden comerse los puntos de nuestro carnet de conducir. Si vive delante de un carril-bus, no se le ocurra parar y ayudar a su anciana madre a que alcance el portal porque uno de esos coches enanos que llevan cámaras en el techo le puede hacer la foto y sin considerar circunstancia alguna pulverizará dos de sus puntos. Tampoco cometa el error de tocar un objeto parecido a un móvil mientras conduce. Da igual que hables que no, si el polilla de turno decide que eso que acabas de mover es un celular te toma la matrícula sin decir nada y te chulean otros tres puntos, aparte del multazo. Sin defensas posible. Así que vivimos asustados y, según pasan los meses, cada vez más porque ya son muchos los que ven reducida esa puntuación hasta aproximarse peligrosamente a la retirada del carné. En esto hay que reconocer que el tiempo corre a favor de los planes de la DGT. Cuantos menos puntos nos queden en la cartilla, más miedo a quedarse sin permiso de circulación y se supone que más cautela.

Nos guste o no, creo que ese razonamiento explica la espectacular reducción de víctimas mortales registrada este verano en las carreteras. Cuatrocientos muertos menos. Habituados a los accidentes de tráfico, los muertos en carretera nunca tienen el foco mediático de una catástrofe aérea, pero generan el mismo dolor y desgracia que los que fallecieron el 20 de agosto en la T-4 sin que haya psicólogos ni indemnizaciones relámpago para sus familiares. Esos 400 seres humanos anónimos, que virtualmente prestamos estas vacaciones al mortal tributo de la carretera, constituyen el acontecimiento mas positivo de la temporada.

No es la noticia más llamativa, pero sí la mejor del verano que expira.

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