La paz en Collserola
Santa Creu d'Olorda es un lugar zen a tan sólo media hora del centro de la ciudad
En varias de las definiciones de chiringuito manejadas para elaborar esta serie, suele aparecer, junto a la definición de "puesto en que se sirven bebidas y comidas sencillas" -por este orden-, el complemento de lugar "al aire libre". La libertad del aire que ofrece el chiringuito de Santa Creu d'Olorda es sin duda lo mejor de este establecimiento, situado en la cresta misma de la sierra de Collserola. La sensación de libertad, especialmente si se viaja en moto, empieza en el instante en que se deja atrás la plaza de Borràs y se enfila la carretera hacia Vallvidrera entre pinos, cipreses y buganvillas de un color morado casi ofensivo. La ciudad, sumida en la calina, va quedando atrás y con ella parece como si también se desvanecieran las cuitas cotidianas. Poco antes de llegar al apacible barrio residencial de Pepe Carvalho, hay que tomar una carreterita a mano izquierda, en dirección a Molins de Rei. En ese punto, la gran urbe desaparece, física y mentalmente, y queda el hombre solo, entre olores de retama y espliego y el canto minimalista de las cigarras. Parece mentira que en apenas media hora del centro se pueda alcanzar un lugar tan elevadamente zen como éste.
Por las características del lugar, surge una nueva definición de 'chiringuito': la de paraíso proletario
Pasada la cumbre de Sant Pere Màrtir, el zigzaguear del camino prosigue unos pocos kilómetros hasta que se llega a una explanada lejos del mundo presidida por una iglesia románica construida entre los siglos IX y XI, aunque uno diría que el portal en piedra flanqueado por severos cipreses y olorosos rosales es de época renacentista. En el muro, un reloj de sol invita de nuevo a reflexionar sobre la levedad de las tribulaciones urbanas frente a la reposada vida del campo. En tiempos vivió aquí una comunidad de monjes de cierta importancia, como atestiguan los restos del cementerio que mandaron construir. Varias alas del conjunto monumental se hallan en ruinas. Al fondo, una cantera abandonada ilustra los antiguos afanes de los constructores. Hace algunos años en la iglesia, hoy dependiente de la parroquia de Sant Vicenç de Sarrià, todavía se oficiaba con regularidad. En la actualidad sólo acoge celebraciones especiales por encargo.
Las acacias de flores amarillas proporcionan una buena sombra a las mesas y los bancos clavados en el suelo. En honor a la definición genérica, la comida que se sirve es sencilla, pero sabrosa. Ensaladas y carnes a la brasa, acompañadas por verduras y legumbres (excelentes judías blancas con su correspondiente cansalada). La especialidad son los caracoles. También se vende miel de elaboración propia. Y leña, para el caso de que uno opte por traerse la carne y asársela en la amplia zona de barbacoas. Una placa recuerda que la reurbanización del paraje se inauguró el 22 de noviembre de 1987, siendo alcalde Pascual -con c- Maragall. De aquí parten varias rutas para recorrer a pie o en bicicleta de montaña. También hay descampados para darle patadas al balón sin molestar al vecino. A la vista de todo ello, un buen amigo de expedición brindó al que les escribe una nueva definición de chiringuito, no contenida en el diccionario seguramente por demasiado ideológica y sin embargo no menos certera: el paraíso proletario. Por lo menos hasta que los vuelos de bajo coste no ampliaron el horizonte hasta el infinito.
Hace 60 años que el restaurante está gestionado por la misma familia de Molins de Rei. El patrón recuerda para este diario ilustre visitantes del lugar. Entre ellos, como no podía ser de otro modo, jugadores del Barça: Zubizarreta, Simonsen, Romario. Y también Pau Gasol. Pero de repente, se descuelga con un nombre menos previsible: Kirk Douglas. No recuerda cuándo fue, pero el hueco de su barbilla no se le ha borrado de la memoria.
De una pared interior del local cuelga una vieja fotografía de la célebre nevada de 1962: Santa Creu d'Olorda disfrazada de paisaje alpino. Y es que los paraísos proletarios siempre han tenido una extraña habilidad para revestirse de felicidad y dejar las angustias enterradas en la ciudad.
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