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Columna
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Agobiantes vacaciones

Creo que Madrid puede considerarse una gran ciudad, desde el momento en que si se ausentan la mayoría de sus habitantes y son sustituidos por forasteros, visitantes, turistas, guiris o paletos, incluso en las infernales jornadas de julio, este último algo más severo que de costumbre.

Llega, en cambio, desde los litorales, las montañas y valles, la queja de un mal año turístico. No se han cubierto las expectativas en casi ninguna parte, con la consternación del gremio hostelero y la inquietud en las regiones dependientes de los visitantes. Esperemos que agosto sea más propicio, la primera industria nacional se recupere y pueda parchearse hasta el final de esta inopinada crisis que nos ha pillado con el pie cambiado.

Nunca ha habido tanto interés por los museos, los grandes almacenes y los cines

Los españoles hemos ido arrinconando el ímpetu en muchas actividades para confiar en que buena parte de prosperidad proceda de los huéspedes que vienen a vernos en estos meses. No solo la inclemencia meteorológica tiene la culpa, con lo cómodo que era, políticamente, acusar al tiempo de aquellos males. El problema se ha vuelto interactivo, o sea, que la transitoria parálisis afecta no solo al país receptor, sino a muchísimos conciudadanos que habían hecho de las vacaciones una necesidad de primer orden.

Muchos madrileños se han quedado en casa, por causa de la crisis y del mal tiempo y a Madrid casi le revientan las costuras. Nunca ha habido, sobre todo en estas fechas, tanto interés por los museos, los grandes almacenes y los cines, lugares que disfrutan de aire acondicionado, como ahora. Cuando tengo ocasión menciono la fortuna madrileña de tener más árboles que ninguna otra capital y esos devaluados parques, que son El Retiro, la Casa de Campo y otros recintos salpicados en el área. Esa especie de blanda medusa de calor inevitable que nos sofoca y hace más dura la estancia en la capital. Antes, a estas fechas, muchos habían carenado su casco anatómico, con unas semanas de descanso. Otros se disponían a hacerlo y aguantaban con la esperanza del ocio bien ganado. Hoy, las ocurrencias de los políticos, en lugar de hacerlas con gaseosa fresquita, las van a publicar en el BOE y hacer obligatorias, como la reducción en 20 kilómetros la velocidad en la entrada a la ciudad. O sea, la condena que padecerán los automovilistas estando más tiempo encajonados en el utilitario, marchando en una velocidad corta que, según creo recordar, consume más combustible que las directas.

Cada año me maravilla la renovada ausencia de una playa en Madrid. Echando mano de la memoria, que sujeto cada vez con mayor esfuerzo, recuerdo haber estado en ella, tomando el autobús en Moncloa hasta su arenoso enclave, donde luego estuvo el Parque Sindical, en la carretera de El Pardo. Hablo, exactamente, del año 1935. Embalsaron, uno de los riachuelos que bordean la metrópoli y trajeron la arena de alguna cercana playa. Y allí se formó una pequeña playa para disfrute de los ciudadanos que no habían visto, en su mayoría, el mar, la Playa de Madrid. Nunca fui a las instalaciones sindicales, pero lo cierto es que el viejo estuario, en medio de la estepa, no ha encontrado patrocinio municipal suficiente, supongo que debido a causas que escapan a mi información.

El nativo se recuperaba por las noches, que solían ser tibias, salvo algunas tórridas jornadas, inmisericordes, sin un soplo de aire que formara corriente ni otro movimiento -en aquellos tiempos, que el aleteo de los abanicos o la revolución del aire por medio de los ventiladores, de pie, de mesa o de techo-. En mi último domicilio madrileño los instalé y puedo asegurar que aquél ambiente, suavemente removido -no es necesario ponerlo a gran velocidad- causa una grata sensación de alivio. Hoy el frigorífico ha sustituido a la nevera y el botijo y la televisión cercana a las ventanas, una mancha sonora que sustituye el monótono e ingrato canto de los grillos, que gozaron de grande e incomprensible predicamento.

Que los políticos insistan en que la crisis es temporal constituye una majadería en sus términos; todas las crisis son coyunturales y a las vacas flacas siguen las gordas, pero si nos atuviéramos a esa conformidad podríamos cerrar el edificio de la carrera de San Jerónimo, el de la plaza de la Marina y tantos otros, con lo que volverían a rebosar las arcas del Estado. Tan sencillo como el gesto antinuclear de quitarse la corbata en lugares refrigerados, algo que ha convertido dos grados de diferencia en historia parlamentaria.

Lo curioso es que una capital que sobrepasa los cinco millones de habitantes solo tenga el lago de la Casa de Campo y el estanque del Retiro como superficies acuáticas urbanas. Igual que en tiempos de la Restauración.

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