Una ciudad con río
Zaragoza acogió en 1957 la Feria de Muestras y este verano alberga la Expo 2008. A partir de estas dos fechas, la autora efectúa un recorrido sentimental por una ciudad marcada por la ausencia o la presencia del Ebro
La Feria de Muestras de Zaragoza del año 1957 fue importante en la vida de nuestra familia. Mi padre nos llevó a recorrerla varias veces porque uno de los negocios en los que por entonces andaba metido tenía un stand en la feria y él mismo tenía que pasar allí buena parte del día. De qué negocio o empresa se trataba, no lo recuerdo, y, desgraciadamente, ya no está aquí mi padre para decírmelo. Creo que sería una de las cosas que aún debía recordar en los últimos meses de su vida, porque todo lo relacionado con su trabajo, los diferentes vínculos que, con motivo de sus empleos, estableció a lo largo de su vida, no se borraron de su memoria. Eran esenciales para él. La historia de nuestra familia está marcada por los trabajos de mi padre. Las personas con las que mi padre trataba diariamente -algunas de ellas, desconocidas, pero otras incluso venían por casa para charlar un rato con mis padres y, sin duda, para tomar una o dos copas- eran personajes que, visibles o invisibles, poblaban nuestro universo. Porque, a los 10 años, mi universo era también el de mis padres. No se me ocurría pensar que las cosas no serían siempre así y que, en unos años, yo me empeñaría en trazar los límites de mi mundo y que rechazaría el menor atisbo de mis padres de querer inmiscuirse en mis asuntos.
La feria estaba en un barrio que entonces parecía lejano, próximo al estadio de La Romareda
Aquella torre de ladrillo fue siempre para mí el símbolo de un mundo de bullicio, de idas y venidas
Pero en el año 1957, un momento estelar, esperanzador, en la carrera profesional de mi padre, me sentía un todo con mi familia, y el acontecimiento de la Feria de Muestras me resultó muy excitante. Ver a mi padre allí, subido al estrado, rodeado de otros señores de traje oscuro y aspecto muy serio, formando todos ellos un grupo muy importante, me daba una gran sensación de seguridad, de solvencia. La familia, allí, era parte de un todo, el todo de la ciudad, gracias al trabajo de mi padre. A su esfuerzo, inteligencia y tenacidad.
Ese stand por el que mi padre se paseaba como si fuera su dueño absoluto nos integraba en la vida económica e industrial de Zaragoza y, a la vez, nos singularizaba, nos destacaba. Eso había sido cosa de mi padre, no de su familia, que había sido famosa por el almacén textil. El mérito era exclusivamente suyo y, por tanto, nuestro, el pequeño grupo que formaba mi padre con mi madre y mis hermanas.
De aquellas ferias de muestras, que se celebraban, según he ido recordando, anualmente, poco antes o poco después de las fiestas del Pilar, y que constituyen pequeños episodios en la historia de nuestra ciudad, queda el edificio de la torre de ladrillo que se convirtió en el símbolo de todas las ferias y que yo siempre pensé que se construyó el mismo año del stand de mi padre.
Estaba en un barrio que entonces parecía lejano, próximo al estadio de La Romareda y al parque del Cabezo. Ya no parece tan lejano. Del mismo modo que la torre de ladrillo, que creía muy alta, ahora parece un poco como de juguete, una de esas maquetas a las que mi padre fue tan aficionado.
Paseé por Zaragoza una mañana del pasado mes de junio, días después de la inauguración de la Expo. Pasé por delante de mi vieja casa, del piso donde nací, alcé los ojos hacia el pequeño balcón con forma de media luna que queda frente a la sede del Heraldo de Aragón y que correspondía a nuestro dormitorio. Asomadas a ese balcón, vestidas de domingo, con trajes de viella floreada y collares de coral, mi padre nos había fotografiado, mirando hacia la calle, hacia el fondo del callejón que recorríamos para ir a misa a Santa Engracia. Bajo los soportales del paseo de la Independencia, pasé revista. La pastelería Soconusco tenía la persiana metálica echada, pero aún existía. La cafetería Las Vegas ya está totalmente transformada, irreconocible, ¿adónde fue a parar el gran mural de motivos africanos que recorría la pared del mostrador? Atravesé la plaza de España, anoté la conversión de joyerías en cafés, del Casino en sede bancaria, de pastelerías en tiendas oficiales. Sucede lo mismo con la calle Alfonso. Nuevos cafés en lo que habían sido joyerías y zapaterías. ¿Son éstas las calles de mi infancia? Sí y no, como todo recuerdo.
En parte permanece y en parte cambia y al final no sabemos si estamos transitando por la calle de un sueño. Me interné por el viejo Tubo, ahora con tantas casas derribadas. En los paseos de la infancia, sólo lo vislumbrábamos. Sólo íbamos hasta Casa Lac, donde se celebraban los desayunos de muchas primeras comuniones. El de mi hermana mayor, entre ellos. Con esa excepción, el Tubo era un lugar prohibido, lleno de tugurios y gente de mal vivir. Ahora lo recorría rodeada de visitantes de la Expo. "¿Te acuerdas de aquel sitio del Tubo donde comprábamos la lotería?", dijo una señora, a mi lado. Les miré, era un matrimonio de cierta edad. No era la primera vez que venían a Zaragoza. Aragoneses.
Al fin, rodeo el Pilar -luego entraré- y voy al Ebro. Voy al Puente de Piedra para asomarme a ver la corriente marrón que parece siempre la misma. Lo más perdurable de la ciudad. "¡Oh, Roma, en tu grandeza, en tu hermosura, huyó lo que era firme y solamente lo fugitivo permanece y dura!". El río. Los versos de Quevedo. Esa sensación que nos invade cuando volvemos al escenario de nuestro pasado, lo que fuimos, lo que miramos, todo lo que no sabíamos. ¿Qué era el Ebro para mí? El misterio a espaldas de la ciudad. Cuando iba con mis padres al Pilar, nos acercábamos luego al Puente de Piedra para ver la silueta de la basílica. Pero yo miraba, sobre todo, hacia el río inmenso, hacia sus orillas umbrosas, ese mundo que no conocía, ¿a quién pertenecía? Imaginaba historias de ríos, de personas que sí lo conocían, para quienes el río era parte de sus vidas.
Llegó una frase a mis oídos: "Yo creía que el agua estaría clara, ¿no viene de la nieve, del hielo fundido?". Me pregunté de dónde sería la mujer que había pronunciado esas palabras. Era la primera vez que miraba el Ebro. De lo contrario, hubiera sabido que el agua del río siempre ha sido marrón. Yo creía, en cambio, que los ríos eran marrones y lo que me asombró fue conocer otros ríos, unos verdes y otros, los más pequeños, transparentes. Los ríos del Pirineo, arroyos, regatos. Agua fría y transparente. Éstos eran los ríos en los que pensaba la mujer que se asombraba del color marrón del Ebro. Su primera visita a Zaragoza. Sin duda, con motivo de la Expo. Miré hacia los otros turistas, casi todos armados con pequeñas cámaras digitales de fotos.
Preguntándose dónde quedaba la Expo, si aguas arriba o aguas abajo. Aguas arriba, susurré, mientras caía de golpe en la cuenta de que en el pasado yo nunca me había preguntado dónde estaría el mar. Era algo tan lejano que carecía de importancia.
A mi alrededor, ahora, la gente miraba hacia uno y otro lado del río, sacaba fotografías del Pilar, de los otros puentes, de las orillas recién rescatadas donde unas anchas escaleras se iban acercando al agua. Sentí que Zaragoza no era la misma ciudad que había conocido en mi infancia porque en aquella ciudad el río era lo desconocido y en ésta el río se ha hecho presente, se ha impuesto.
Se me vino a la cabeza la gran película de Renoir El río, rodada en la India, y en la que el río es el símbolo de la vida de todos los personajes. La niña que tiene que dejar la infancia atrás y saber que su mundo no es el mismo que el de los otros. Tiene que aprender a distinguir. El mundo está lleno de categorías, están los ingleses, los indios, los angloindios... La inocencia se va quebrando. El gran río lo abarca todo. Las escaleras se sumergen lentamente en el agua densa.
Desde el Puente de Piedra no se ve la Expo aguas arriba, pero sí se ven las escaleras que nos ligan al río, los senderos en las orillas, el paseo transitado por visitantes y gente de la ciudad. Aquella torre de ladrillo que yo creía que se edificó el año en que mi padre andaba metido en una empresa que tenía un stand en la Feria de Muestras fue siempre para mí el símbolo de un mundo de bullicio, de idas y venidas, algo parecido al gran torbellino del mundo. De repente, bajo el calor recorrido por frescas corrientes de aire de esa mañana de junio de 2008, la torre de ladrillo se convirtió en un juguete de verdad, una de las maquetas de mi padre, y vi el río, el río de Renoir, por primera vez. Esa unidad que uno quiere que sea la vida. ¡Tantas veces nos dicen que la parte es el todo y no vemos el todo! Sólo partes y partes y partes. Solamente lo fugitivo permanece y dura.
Soledad Puértolas es escritora.
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