Virtuoso mercado negro
En Bilbao, junto a la Comisaría de la Policía Nacional, decenas de inmigrantes duermen en las aceras para garantizarse la atención al día siguiente. Ya hay personas que guardan turno a otras y vivaquean por delegación; es decir: el puesto en la cola es objeto de compraventa. El precio por hacer noche junto a la comisaría está en 50 euros. Tan sencillo como eso.
Una vez se ha conocido esta práctica, ejércitos de hipócritas montan la escandalera. Pero deberían comprender que, cuando surge una necesidad, la iniciativa privada corre a satisfacerla. Si una persona necesita algo y si otra persona puede proporcionárselo, se habla, se fija un precio y se cierra un contrato. Es una práctica inmemorial. En ella se funda nuestra cultura económica y jurídica. Pues bien, por absurdo que parezca, llegar a acuerdos en interés recíproco se ha convertido, para muchos, en práctica mafiosa y objeto de denuncia.
En cualquier oficina pública bastan unas decenas de administrados para generar un colapso
Se multiplican los sujetos remilgados que no toleran que las necesidades ajenas se vean satisfechas a cambio de un precio. Odian los precios. Odian las mercancías. Consideran que los problemas se deberían resolver por voluntad política. Profesan la ciega fe de todos los planificadores: el presupuesto público es un maná que cae del cielo y que además nunca se agota. Manosean argumentos voluntaristas: si cambiara la naturaleza humana, ¡qué bien nos iría a todos! Y olvidan que ese deseo ha alimentado toda clase de experimentos totalitarios.
El odio a la iniciativa privada es uno de los restos que ha dejado el naufragio ideológico del monstruoso siglo XX. Ofrecer algo a cambio de un precio se considera una indignidad. Los ingenieros sociales señalan con un dedo acusador a los oferentes de toda clase de productos, ya sea dinero a interés ya sea sexo en hotel o apartamento. Y el odio alcanza, por supuesto, a los inmigrantes que reservan un puesto en la cola de la Comisaría de la Policía, al precio de 50 euros por noche.
Es curioso: las grandes superficies (en manos de odiadas multinacionales) son capaces de organizar el acceso a sus instalaciones de decenas de miles de personas cada día, pero en cualquier oficina pública bastan unas decenas de administrados para generar un auténtico colapso. Se llama mafioso al contratante que pasa una noche en vela guardando el turno de otro, pero nadie se cuestiona por qué la Comisaría de la Policía Nacional, tras años de atasco ante sus puertas, no es capaz de establecer un sistema eficaz para ordenar el acceso a sus instalaciones y evitar al inmigrante la jodienda de pasar toda la noche a la intemperie. Muchos limosneros con inquietudes atiborrarían de ayudas públicas a todo inmigrante que encontraran en el camino (La ventaja de las ayudas públicas, además, es que no corren a cuenta de su bolsillo) pero tuercen la boca si ven que el inmigrante toma la iniciativa, adopta decisiones autónomas y emprende negocios por su cuenta.
Denunciar la solución privada a un problema originado por la desidia pública es una hipocresía y toda hipocresía es una ordinariez moral. Por cierto, la Comisaría de la Policía Nacional, ante la que consumen horas y horas los inmigrantes, atiende en horario de nueve a dos. La humillación no está en la compraventa de turnos en la cola: la humillación está en el cicatero horario establecido para atender al público. Casi da miedo aventurar la solución más obvia: ampliar el horario de la oficina. Pero esta sugerencia sólo puede estar inspirada por un odioso y prepotente sentimiento neoliberal, de modo que será mucho mejor que los inmigrantes sigan durmiendo en la acera.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.