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Reportaje:

Nunca nadie aulló así

Tom Waits fascina en San Sebastián en el comienzo de su gira europea

Borja Hermoso

Tom Waits en San Sebastián ya es nostalgia. Se fue a la medianoche en punto, a la hora en que las brujas y los trasgos respetables se retiran a sus aposentos, donde no es descartable que les aguarde un buen bourbon. En la tierra fría, fría, como él mismo cantó ayer desde debajo de su bombín negro de deshollinador a tiempo parcial. Rugiendo, maullando y aullando adioses confusos de difícil o imposible descripción.

Horas después, la bandera negra del trovador truculento seguía ondeando en los mástiles del Kursaal sobre las cabezas de 1.800 pobres diablos. Días después, semanas, meses, quién sabe si años y hasta lustros que ya serán recuerdo, los efluvios del desconcierto permanecerán incrustados en los tímpanos y en las retinas de todos nosotros, pobres reos de nocturnidad, incautos rehenes temporales del bardo de Pomona, California, planeta mundo, según se mira, a mano izquierda de la fascinación y el embeleso, en la tierra fría, fría.

Se llevó las almas del público, almas borrachas de 'blues', de rock, de 'soul'...
Fue uno de esos raros conciertos con el marchamo de inolvidables
El cantante lleva una banda extraordinaria, y eso no admite un pero

En San Sebastián, ayer por la noche, como quien se autoinmola a lo bonzo para dar cuenta de una inquebrantable confianza en su propia apuesta, Tom Waits se llevó las almas del público, almas borrachas de blues, de rock, de soul, de carnaval y de circo, aulló pasiones y lamentos como nadie nunca había aullado, se quedó con la chica, con las chicas, pese a exhibir una de las jetas más inexplicables de la historia de la fisicidad humana -un cruce temible entre Lee Marvin y el hermano Salvatore, el monje políglota y demoniaco de El nombre de la rosa- y ejerció de lo que sabe: una factoría de ruidos y melancolías.

Después de haberse pegado una semana de vacaciones familiares y gastronómicas en las calles y tascas de San Sebastián y Pamplona (Arzak, Akelarre, Rekondo, Sanfermines y hasta una peluquería en la que soltó al peluquero: "¡Hola, quiero un corte a lo Tom Waits!"), el creador de himnos de azufre como Cold Cold Ground (desoladora su versión de ayer por la noche en San Sebastián) o Innocent when you dream (divertida, áspera y bromista en el Kursaal) protagonizó uno de esos raros conciertos marcados con el marchamo de lo inolvidable. Dos horas de música, poesía, mímica, vodevil, contorsionismo, procacidad, susurro, rugido, cariño, sorpresa, siempre la sorpresa, siempre, ayer -durante dos largas pero tan cortas horas- la dulce y escasa dictadura de lo imprevisible.

Falling down... y todo recobra otro sentido ahí, hundido / abrumado en tu butaca viendo venir la noche, oyendo rugir al monstruo. Y da igual que el malditismo militante ocupe los ínfimos tiempos muertos, y da igual que ese señor californiano y feo que ruge y brama recitados y chistes dé la sensación a veces de estar quedándose con el personal, que, por cierto, traga con todo, incluso con el desembolso de 133 euracos de vellón, con la que está cayendo aquí y en Bujumbura.

"Tengo una banda estelar, todos tocan con la precisión de un coche de carreras", le gusta decir a Tom Waits, y nada se le puede objetar visto lo visto, oído lo oído ayer: Larry Taylor en el bajo, Patrick Warren en los teclados, Omar Torrez a la guitarra, Vincent Henry en los vientos (increíbles sus solos soplando dos saxos al tiempo) y su hijo Casey Waits a bordo de la batería arroparon inconmensurablemente al padre de Swordfishtrombones en el arranque de su gira europea.

Hay que establecer, tras lo de ayer en el atestado Kursaal donostiarra, dos evidencias tan irremediables como que todo tiene principio y fin y como que al igual que nacemos, morimos: una, Tom Waits (60 tacos el año que viene) es un animal escénico de primer orden, no diremos que a la altura de su adorado Marcel Marceau, pero eso sí, con lujo de estruendos; dos, Tom Waits lleva una banda extraordinaria, y eso no admite un pero.

Él mismo se unió a la kermesse instrumental tocando por tiempos la guitarra, el piano y las maracas, desafinando (pero con estilo) desde un enorme megáfono y hasta dando pataditas chulescas a unos aparatitos ignotos e indescifrables que estaban en el suelo, justo delante de sus pies, y que hacían cling cling cling, una bobada como otra cualquiera, pero que de repente te transportaba a la antesala de cualquier viejo circo de los arrabales. Sabe mucho Tom Waits del sonido triste de los circos, mientras al fondo pasan trenes que van exactamente a ningún sitio.

Hizo mucho caso a uno de sus grandes discos, Blood money, al que en ocasiones le puso, de forma sorprendente una vez más, el rasgueo vibrante de una guitarra española en las manos de Omar Torrez. Siempre, otra vez, a la contra, siempre dispuesto a dar la batalla de la sorpresa.

La no-relación de Tom Waits con un país llamado España ya es pasado. Ayer estuvo en San Sebastián. El lunes y el martes estará en Barcelona. Algún día, algún abuelo, en algún lugar, dirá a sus nietecitos: "Yo le vi".

El cantante estadounidense Tom Waits, en un momento de su concierto de anoche en el Kursaal de San Sebastián.
El cantante estadounidense Tom Waits, en un momento de su concierto de anoche en el Kursaal de San Sebastián.JAVIER HERNÁNDEZ

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Sobre la firma

Borja Hermoso
Es redactor jefe de EL PAÍS desde 2007 y dirigió el área de Cultura entre 2007 y 2016. En 2018 se incorporó a El País Semanal, donde compagina reportajes y entrevistas con labores de edición. Anteriormente trabajó en Radiocadena Española, Diario-16 y El Mundo. Es licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra.

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