Servidos de rebajas
Mientras arden las paredes de mi abarrotado estudio y el estruendo de los aparatos de aire acondicionado del vecindario incorpora un imprevisto acompañamiento a la increíble voz de Amy Winehouse interpretando Rehab (de lo mejorcito del pop británico en lo que va de milenio), me divierto leyendo en Bambi contra Godzilla (David Mamet, Alba) el modo en que Otto Preminger resolvió el rodaje de la escena de Éxodo (1960) en que la multitud celebra la proclamación de la Independencia de Israel. Preminger, que ya se había pulido buena parte del presupuesto, necesitaba diez mil extras, pero no tenía dinero para pagarlos, ni siquiera de modo tan simbólico como Stanley Kramer remuneró a los vecinos abulenses que hacían bulto en las batallas antinapoleónicas de Orgullo y pasión (1957). Y no sólo los consiguió, sino que ganó su buen dinero: el truco empleado fue empapelar Jerusalén con carteles que decían "salga en una película por diez shekels". Y ya se sabe que, desde los Lumière, todo el mundo se pirra por chupar cámara. Hablando de trucos, el día que empezaron las rebajas me presenté en plan el-primerito-soy-yo en unos grandes almacenes (en esos grandes almacenes) para echarle un vistazo a los libros saldados, lo que siempre me produce una extraña melancolía. Pilas de (malas) novelas de género sensiblemente rebajadas daban mudo testimonio del mimetismo acrítico de ciertos editores. Pero lo peor de todo, que diría Ray Loriga, es que bastantes llevan pie de imprenta de 2007, y alguna -como Rambo acorralado, de David Morrell, Via Magna- lo lleva de ¡febrero de 2008!, unas fechas de publicación que hacen sus descuentos incompatibles con la Ley de la Lectura. Pero se conoce que hay quien tiene bula. O quizás ya empieza a cumplirse la predicción del presidente del primer grupo editorial hispánico. Se la recuerdo: "El precio fijo del libro caerá, no podemos mantenernos en una isla". Por cierto, ¿de qué isla habla? ¿De San Borondón?
Contamos con excelentes traductores, pero el intrusismo y la hipertrofia de la oferta ha producido cierta trivialización del oficio
Coautores
En mis tiempos de editor, que a veces me parecen anteriores a la deriva de los continentes, no se solía trocear la traducción de una misma novela encargándosela a tres personas: se daba por hecho que un texto unitario traducido por un solo individuo tenía más posibilidades de respetar las peculiaridades del original. Hoy los tiempos han cambiado, y, al parecer, la prisa o la codicia han hecho obsoleta aquella norma no escrita. Me he encontrado con un ejemplo de ello en una novela publicada recientemente por Seix Barral, un sello prestigioso. Pero es algo que ocurre con cierta frecuencia. Siempre he considerado que el buen traductor es el coautor del libro en la lengua de llegada, lo que conlleva dos enormes responsabilidades: la del propio traductor y la del editor que lo contrata. En este país contamos con excelentes traductores, pero el intrusismo y la hipertrofia de la oferta han producido cierta trivialización del oficio entre los menos escrupulosos de ambas partes. Salvo excepciones, el salario de los traductores ha permanecido próximo a la congelación en las últimas dos décadas: las tarifas que algunos editores ofrecen a los traductores de inglés o francés no están muy lejos de las que se pagaban en la década de los noventa. Claro que si un buen traductor rechaza aceptar sueldos de miseria o ridículos derechos de traducción, el editor oportunista levanta la correspondiente piedra y -¡sapristi!- aparece una docena de aficionados dispuestos a decir que sí a esas mismas condiciones con tan desbordante entusiasmo como (en general) escasa competencia. Por eso uno se encuentra a veces con traducciones que venga Dios y las lea (y que nadie en la editorial se ha tomado la molestia de revisar). El darwinismo del mercado editorial ha provocado que los traductores sean, de todos los profesionales de la cadena del libro, los que menos han disfrutado del crecimiento de la tarta en años pasados: incluso algunos de los mejores han terminado desertando, cansados de esperar reconocimiento tangible para su trabajo. Recuerdo que una excelente traductora de Henry James me decía hace tiempo que ganaba más traduciendo un folleto para una multinacional que una novela de mediana extensión para una editorial importante. Todo lo anterior viene un poco a trasmano, aunque esté relacionado con dos recientes libros que he manejado estos días y que no deberían faltar en el fondo de biblioteca de todo buen traductor: Decir casi lo mismo, de Umberto Eco (Lumen, traducción de Helena Lozano), que recoge diversos textos del semiólogo italiano en torno a "la experiencia de la traducción", y La traducción de la A a la Z (Berenice), un interesante glosario recopilado por Vicente Fernández González, un profesional que enseña y reflexiona sobre un oficio al que usted, improbable lector/a, y yo debemos momentos inolvidables.
Chacal
Permítanme que, por una vez, les cuente un chiste agentófobo que debo a un amigo editor a quien no nombraré por razones de seguridad (suya). Un tipo muy enfadado entra en un bar de copas, pide una bebida y exclama en voz alta: "Todos los agentes son gilipollas". Otro tipo al extremo de la barra le contesta: "Oiga, me está usted ofendiendo". El primero: "¿Acaso es usted agente?". El otro: "No, soy gilipollas". Bueno, hasta aquí el chiste de dudoso gusto. Que nadie se me ofenda, por favor: como suele decirse, algunas de mis mejores y más inteligentes amigas son agentes, y, al contrario, tengo amigos editores (y algunos escritores) que son gilipollas; también tendrán su chiste algún día, igual que los críticos y los comentaristas (gilipollas) con sillón de orejas. El de hoy viene a propósito (again) de Andrew Wylie, el Chacal por antonomasia. Después de hacerse con la representación de Muñoz Molina y del desaparecido Roberto Bolaño, y tras obtener el chollo del estate de Vladímir Nabokov, acaba de conseguir la gestión de los derechos de publicación de las obras de Guillermo Cabrera Infante, de quien, por cierto, Galaxia Gutenberg publicará en otoño un libro póstumo. Quizás Wylie pueda darle un impulso a la (difícil) traducción y difusión internacional de su obra. Consciente de las dificultades de trasladar a otras lenguas su peculiar lenguaje ("escribo en cubano") rebosante de retruécanos, jitanjáforas y juegos de palabras, Cabrera escribió directamente en inglés Holy smoke (Faber and Faber, 1985), un magnífico homenaje al cigarro puro, el tercer gran amor del escritor (después, por este orden, de Miriam Gómez y el cine), que, a la inversa, resultó complicadísimo traducir al castellano (Puro humo, Alfaguara). Mientras tanto el chacal sigue rondando el cada día más rentable corral de la literatura hispánica, elaborando cortejos nupciales para atraer a las piezas más duras de roer. Pero no diré más: estos labios míos que se han de comer los gusanos siguen sellados como las valvas de una almeja. Y quítenselo de la cabeza: "almeja" no es una pista.
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