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Desaparecidos

Desaparecido fue el eufemismo con el que se denominó a las víctimas del terrorismo de Estado planificado y puesto en marcha por la dictadura militar en Argentina entre 1976 y 1983. El término desaparecido ya lo había definido uno de los golpistas del 24 de marzo de 1976, el general Rafael Videla, en respuesta a las primeras indagaciones y presiones internacionales sobre la represión: "Mientras sea desaparecido no puede tener ningún tratamiento especial, es una incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido".

Cuando la dictadura cayó, la lucha por la información, la verdad, la petición de justicia y el rechazo del olvido se convirtieron en señas de identidad de la transición a la democracia. Tres décadas después, esa dictadura de apenas siete años aparece ya como uno de los más destacados ejemplos de terrorismo de Estado de la historia, de "masacres administradas", como las llamó Hanna Arendt. Casi 30.000 desaparecidos, apropiación de niños nacidos en cautiverio, creación de más de 300 centros clandestinos de detención, tortura y asesinato. Hoy existen numerosas pruebas incontrovertibles frente a aquel exterminio que pretendía no dejar ninguna.

Intentamos mandar al olvido unas guerras y al tiempo ensalzamos otras

La referencia a la dictadura argentina viene ahora a cuento porque el juez de la Audiencia Nacional Baltasar Garzón acaba de solicitar al Gobierno español un informe sobre los desaparecidos durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco. Desaparecido en España no puede tener el mismo significado que en Argentina, porque en la dictadura argentina nunca hubo ejecuciones oficiales, todas eran clandestinas, y los cadáveres fueron enterrados en cementerios sin ningún tipo de identificación, quemados en fosas colectivas o arrojados al mar.

En España, sin embargo, la mayoría de las 100.000 personas que se llevó a la tumba la violencia militar y fascista durante la guerra y de las 50.000 que fueron ejecutadas en los 10 años que siguieron al final oficial de la guerra, durante la paz incivil de Franco, están identificadas, tienen nombres y apellidos y, aunque con muchas anomalías y falseamientos sobre las causas de la muerte, constan en los registros civiles de cientos de localidades que han sido rastreados por los historiadores.

De lo que se trata ahora es de conocer las circunstancias de la muerte y el paradero de otras miles de personas a las que nunca se registró, abandonadas por sus asesinos en las cunetas de las carreteras, en las tapias de los cementerios, en los ríos, en pozos y minas, o enterradas en fosas comunes. El número de víctimas sin registrar, desaparecidos, puede llegar, como mucho, a 30.000 en toda España, paseados casi todos en los primeros meses de la guerra, en el verano y otoño de 1936, o en las semanas que seguían a la ocupación de las diferentes ciudades por las tropas franquistas, desde Málaga a Madrid, pasando por Barcelona o Valencia. Asesinados sin procedimientos judiciales ni garantías previas hubo también miles en la zona republicana y aunque a casi todos ellos se les registró y rehabilitó después de la guerra, las excepciones a esa regla merecen también ser conocidas.

El Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero debería prestar atención al requerimiento del juez Garzón y crear una Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas por la violencia política durante la Guerra Civil y la dictadura de Franco. Esa comisión tendría que reunir la información ya elaborada por numerosos estudios, coordinar las investigaciones que sobre ese tema se están llevando a cabo en la actualidad y organizar una agenda de investigación sobre los hechos todavía inexplorados y las personas sin localizar.

Las dificultades técnicas para alcanzar ese objetivo van a ser muchas, aunque las más serias procederán, una vez más, de la política. Mariano Rajoy y algunos medios de comunicación le recordarán a Rodríguez Zapatero, como ya hicieron en los últimos años, que, con todos los problemas que tenemos, desde el terrorismo a la crisis económica, pasando por las amenazas a la unidad o a la lengua de España, el Gobierno no puede dedicarse a tonterías como la memoria histórica o la investigación sobre miles de desaparecidos en épocas del pasado ya superadas. Al Gobierno, por otro lado, el asunto le resulta incómodo. Varios meses después de la aprobación de la Ley de Memoria Histórica, nadie ha movido un dedo ni siquiera para cambiar los nombres de las calles dedicadas a los militares golpistas o a dirigentes fascistas.

Más de 30 años después del final de la dictadura de Franco, el Estado democrático, sus principales responsables e instituciones, no quiere gestionar ese pasado de violencia y muerte, ni está interesado en tomar decisiones sobre políticas públicas de memoria y educación. Al parecer, hay historias que vale la pena conmemorar desde el presente, convertirlas en mitos nacionales, como la llamada Guerra de la Independencia de 1808, y otras que resulta mejor olvidar.

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.

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