Juramentos y promesas
Siempre me ha llamado la atención que, pese a que la Constitución lleva más de 30 años en vigor, todos los altos cargos del Estado, comunidades autónomas, provincias y municipios, tomen posesión de sus cargos y puedan poner por testigo a Dios de su compromiso de cumplir las leyes y precepto constitucionales. No es muy entendible ya que, al margen de la mayor o menor fuerza del juramento o promesa, lo que tal elección muestra es que, desde el mismo momento de la elección entre realizar la fórmula de compromiso optando entre Constitución y Biblia más crucifijo, se estaba incumpliendo de alguna manera la propia Constitución.
Si la Constitución en su artículo 16.3 declara que ninguna confesión tendrá carácter de estatal, y en todos sus actos se encuentra presente la Biblia se está diciendo con esta conducta que hay una realidad formal y una realidad material, cual es que la Iglesia católica sigue influyendo, o puede influir, no en los ciudadanos individualmente considerados, sino en los poderes públicos. Y no sólo esto, sino que su mantenimiento, de una parte, puede interpretarse en el sentido que se conserva esta práctica en memoria del antiguo régimen; de otra que el Estado hace apología de un determinado credo.
Una visión que daña un sistema político que se basa en el pluralismo, la libertad ideológica y religiosa de los individuos y la aconfesionalidad del Estado y en el que estos actos de preferencia de un determinado credo lo erosionan en alguna manera. Y no es una cuestión que carezca de importancia. La misma elección entre jurar o prometer ante el crucifijo o ante la Constitución está marcando una elección o, al menos, está introduciendo un elemento que puede permitir una cierta confusión.
No se puede desconocer que en la realidad española, y a los hechos más recientes me remito, la Iglesia oficial está anclada en el pasado, en contra de todos los avances sociales. Decisiones políticas y leyes como el divorcio, el testamento vital, cuidados paliativos, la enseñanza de derechos humanos en las escuelas y algunas prácticas higiénicas que cualquier católico hoy emplea, como es el uso del preservativo, son objeto de una política eclesiástica activa. Da la impresión de que, con o sin leyes, mantienen un privilegio que les permite hacer de su sotana un sayo.
Recuerdo, y de esto hace ya algunos años, recién entrada en vigor la ley de Divorcio, que un juez que trabajaba en Andalucía conoció de un divorcio. Dictó sentencia y dijo que: "Lo que Dios ha unido el hombre no lo puede separar". Aquel juez, como hoy algunos otros y los hay bastante famosos confundía el divorcio civil con el canónico. No es algo, pues, que la retirada de símbolos religiosos de los actos de toma de posesión sea una cuestión menor. Es una cuestión que afecta a la propia credibilidad del Estado y a su independencia, pues no lo es, o lo es menos, si no mantiene su neutralidad con cualquier sistema u organización religiosa. Tal vez, y así lo entiendo, sea uno de los mayores logros del 37º Congreso del PSOE que acaba de concluir. Su compromiso con abordar una retirada de la confesionalidad que se manifiesta en actos y lugares públicos y que, si el compromiso es completo, deberá extenderse a algunas leyes en las que perviven y conviven juramentos y promesas en esta sociedad aconfesional.
En cualquier caso a Andalucía, si las leyes por fin se sancionan y publican, le queda una tarea. Los llamados Obispos del Sur no la van a poner fácil. La abundancia de privilegios y el pensar que son inmunes ante las leyes, como ha pretendido hacer ver el de Granada en más de una ocasión, así lo hacen presumir. Claro que, a lo mejor, todo es más sencillo. Sólo basta con que saber que una cosa es su derecho a expresarse libremente como cualquier ciudadano u organización; otra hacernos comulgar con ruedas de molino y no cumplir e invitar a hacerlo con las leyes del Estado.
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