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Columna
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Historias de la corbata

El otro día se quedaron medio bizcos los leones de las Cortes y José Bono al ver cómo un ministro tuvo la osadía de ocupar su escaño sin corbata. Este trocito de tela aparentemente inútil siempre ha tenido enemigos muy beligerantes, pero nunca han podido con ella. Cada vez que alguien la ataca en público, se pone más de moda.

La Revolución Francesa la eliminó en un primer momento, pero al poco ya estaba Robespierre luciendo corbatones ostentosos. No tanto como los del dandi británico Beau Brummel (1778-1840), que para ponerse la corbata precisaba la colaboración de dos ayudas de cámara. El cielo no le toleró tal estupidez; murió solo y arruinado en un manicomio francés para indigentes.

Otro miembro del Gabinete, Celestino Corbacho, se ha solidarizado con el ministro Miguel Sebastián. "La formalidad se puede mantener con corbata o sin ella", ha dicho. Por esa regla de tres es igual de cierto que la formalidad se puede mantener sin pantalones o con ellos, y cosas por el estilo. El alcalde de Madrid es uno de los pocos políticos que lleva la corbata bien puesta y conjuntada. En el Parlamento son mayoría absoluta los que se la ponen de forma disparatada o cansina. La corbata deja de ser divertida cuando se convierte en dogma. Los enemigos de la corbata no son quienes no se la ponen sino quienes la llevan mal puesta.

Sé de un tipo que el viernes, en Rock in Rio, iba dispuesto a ponerle una corbata a Amy Whinehouse. Pero a la hora de la verdad le desecharon los guardaespaldas, se le puso un nudo en el cuello y se largó musitando: "Poner corbata a Amy es más difícil que ponerle un cascabel al gato".

Una forma de corbata es la pajarita, simpático complemento al que sólo se atreven algunos. Pero esa pájara se ha colado en los protocolos elegantes y no se conciben un esmoquin o un frac sin ella. Lo llevan claro los descamisados.

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