Cárcel para todos
Las cárceles de Andalucía están llenas. Van alcanzando el doble de su capacidad de inquilinos, catorce cárceles, de Almería a El Puerto de Santa María, 16.000 presos donde hay sitio para poco más de 9.000, según informaba el jueves en estas páginas Juan Diego Quesada, desde Málaga. El aspecto preocupante de la noticia es que los delincuentes aumentan. Pero los datos también ofrecen un motivo de satisfacción: se realiza el anhelo popular de que los jueces sean más severos, metan a más gente en la cárcel, impongan condenas más largas, y los legisladores inventen nuevos castigos. Se cumplen las promesas electorales de la derecha y de la izquierda.
Se ha impuesto una manía punitiva, vengadora, que quiere solucionar con la cárcel todos los problemas: cualquier falta en los colegios, la calle, las casas o las carreteras debería pagarse con una temporada entre rejas. Los problemas de los juzgados se resolverían seguramente con condenas de cárcel rápidas y largas. Existe ahora mismo una vigilancia popular y periodística sobre los jueces, a quienes se les exigen penas duras, excepcionales requisitos de libertad condicional para los presos. Puesto que un delincuente que sufrió una condena corta, o salió de la cárcel demasiado pronto, o disfrutó por error de unos días de libertad que no le correspondían, aprovechó las circunstancias para cometer un nuevo delito, el sentido común dominante dicta dejar a todos los condenados en la cárcel para siempre o casi para siempre.
Pero la obsesión carcelaria va más allá de delincuentes y criminales. Se abren registros imborrables de individuos irredimiblemente peligrosos. Se pide la cadena perpetua real o virtual, en algún archivo, para los que alguna vez fueron culpables. A las cárceles se añaden centros de internamiento de extranjeros en espera de expulsión, con encierros de hasta 18 meses sin juicio ni delito. Los Centros de Internamiento de Capuchinos, en Málaga, y La Piñera, en Algeciras, son notorios, como el del puerto de Almería, donde los extranjeros empezaron a ser confinados en un cocedero de mariscos antes de pasar a hangares prefabricados. Lo que hoy vemos normal y necesario, también fue visto así en el pasado próximo. Historia reciente son los campos de concentración, que al principio no fueron necesariamente crueles.
Aquí regían leyes contra vagos y maleantes, por las que se encerraba a pedigüeños y sujetos que estropeaban el paisaje, eran una amenaza en tiempos de penuria, o molestaban a la familia y el vecindario. El mismo día en que llegaban las noticias sobre el éxito de las cárceles andaluzas, siempre llenas, se publicaban los datos sobre el paro en la región. Si hasta los obispos católicos han avisado de que la escasez de dinero y trabajo produce escasez de seguridad, ¿sería raro que algún legislador propusiera la cárcel preventiva? Pronto las autoridades se adelantarán a los hechos y encerrarán a los delincuentes en potencia antes de que lleguen a delinquir. Y, según una reciente e increíble doctrina penal aplicada en otros campos, los jueces impondrán penas más graves a los pobres, que son los que, por sistema, suelen atentar contra la propiedad privada.
Lo peor del gusto por el castigo carcelario es que desborda el ámbito penal, judicial y policiaco: la generalizada exigencia de penas contundentes contra el que falle liquida cualquier reflexión y sentimiento de piedad. Es una emoción colectiva. Nos da una especie de vacaciones morales: el que la hace la paga, es la ley, y no hay nada más que discutir. El ansia popular de vigilar y castigar alimenta los discursos de los políticos de derechas y de izquierdas, y, a la vez, se alimenta de ellos. Todos prometen más policías y más cárceles, aunque, cuantos más policías y más cárceles hay, más parece crecer la sensación de inseguridad.
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