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Lo visto y lo leído

Hace tiempo que, aquí y en muchas otras latitudes de Occidente, la política de masas -es decir, la política desarrollada pensando en los medios de comunicación, y mayormente en el medio televisivo- es ante todo representación, teatro: buena, mala o regular puesta en escena de la imagen propia, y erosión más o menos eficaz de la imagen del adversario. Los contenidos, las ideas, cotizan más bien a la baja; basta ver el irrefrenable auge de prósperos asesores y gabinetes de imagen o de comunicación, por contraste con la lánguida y cuestionada existencia de las fundaciones ideológicas de los partidos.

Desde esta perspectiva, casi toda la crisis vivida por el Partido Popular a lo largo de los últimos meses ha sido una batalla de imagen, de golpes de efecto mediáticos, de mensajes subliminales que culminaron durante el congreso valenciano del pasado fin de semana. También el aznarismo recurrió a tales armas: recordemos la cadencia con que, durante algunos lunes de esta primavera, se anunciaban las deserciones y los golpes bajos contra Mariano Rajoy, al objeto de presentarlo como un loser, como un perdedor nato; recordemos (véase EL PAÍS del 19 de junio, página 15) la foto de la señora condesa de Murillo, doña Esperanza Aguirre, rodeada de travestidos y transexuales para darse aires de progre, aun a riesgo de que la borren del Elenco de Grandezas y Títulos Nobiliarios españoles, que es una publicación muy chapada a la antigua...

En el PP renovado, la imagen va por un lado, y el texto por otro. ¿Cuál de los dos registros prevalecerá?

Sin embargo, fueron finalmente Rajoy y los marianistas quienes se alzaron con la victoria de imagen ante ese nebuloso jurado que forman los medios y la opinión no militante pero informada. El suyo ha sido un triunfo atribuible a méritos propios: el perfil moderno, laico, de mujeres jóvenes aunque sobradamente preparadas que ofrecen tanto Soraya Sáenz de Santamaría como María Dolores de Cospedal, la astucia al compensar las ruidosas bajas de María San Gil o de Ortega Lara con la promoción de Marimar Blanco, hermana de Miguel Ángel, el ingreso en la ejecutiva de Ana Botella como un guiño hacia los nostálgicos de su esposo...

Pero, sobre todo, el resultado mediático del XVI Congreso del PP -no hablo ahora del resultado orgánico- se debe a los excesos de sus adversarios. Los desaires gestuales y verbales de José María Aznar, los reproches públicos o privados con que se despidieron los nombres más ligados al desastre del 11-M (Ángel Acebes, Ignacio Astarloa, Vicente Martínez Pujalte...), la campaña insidiosa de El Mundo, la verborrea insultante del rey de la radiodifusión episcopal..., todo esto ha provocado un efecto bumerán, un vuelco emocional entre muchos opinadores o simples ciudadanos que, hasta ahora, contemplaban al revalidado líder del PP con piadoso desdén: si Aznar lo desautoriza, si Pedro J. lo castiga a diario, si la estrella de la Cope lo ridiculiza con tanta saña, quizá este Rajoy es mejor de lo que parecía, después de todo.

El caso es que, desde hace siete días, una amplia mayoría de la prensa española y catalana subraya la ruptura obrada por Rajoy con "el modelo de Aznar", glosa el carácter "abierto" del "nuevo Partido Popular", su afán por no inspirar miedo, su disposición al diálogo con los nacionalistas periféricos... Cierto, si se atiende sólo a las imágenes. Radicalmente falso, si leemos por extenso las ponencias aprobadas, más allá de los resúmenes periodísticos.

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¿Ruptura, o siquiera inflexión ideológica con respecto al pasado aznarista, cuando el equipo de Rajoy pactó 11 folios de enmiendas a la Ponencia Política con el compromisario Alejo Vidal-Quadras, reelegido además miembro de la ejecutiva? Con Vidal-Quadras, que fue el hombre de Aznar en Cataluña hasta 1996, luego el hombre de Aznar en la FAES, más tarde quien denunció la política lingüística catalana ante la ONU y el Parlamento Europeo. ¿Apertura del Partido Popular hacia Convergència i Unió (CiU), hacia el Partido Nacionalista Vasco (PNV), cuando la aludida Ponencia Política, tras reafirmar "la unidad de la Nación española como sujeto histórico-político", añade que "no caben, dentro del orden constitucional español, otros sujetos históricos que tengan la consideración de naciones, comunidades nacionales o entidades similares, o de los que se predique que poseen identidad nacional"?

Sí, ciertamente, se han suprimido las descalificaciones más duras que María San Gil había redactado contra el PNV. Pero los nacionalismos siguen siendo un "problema histórico para el mantenimiento de la unidad de España"; y es preciso "evitar que adquieran una desmedida influencia las fuerzas políticas empeñadas en romper los fundamentos de la convivencia nacional"; y el nuevo Estatuto catalán -del que la ponencia abomina explícitamente por dos veces- forma parte de "las desviaciones de signo confederalizante producidas en la organización territorial del poder del Estado", que será preciso corregir cuando el PP regrese al Gobierno central. ¿Qué espacio para el pacto con CiU piensa tener un Partido Popular que propugna la "reforma parcial de la Constitución" para reforzar las competencias estatales, reducir la autonomía a mera descentralización y "mejorar el sistema electoral" (sic) en detrimento de los partidos periféricos?

En el PP renovado, la imagen va por un lado, y el texto por otro. ¿Cuál de los dos registros prevalecerá? De momento, anteayer, el texto ganó la primera batalla: Rajoy, Cospedal, Soraya, etcétera, se adhirieron en bloque al manifiesto promovido por el diario El Mundo -sí, El Mundo- en defensa de la lengua castellana presuntamente amenazada. Coincidieron, entre los firmantes, con Federico Jiménez Losantos, que la víspera los había calificado de "golfos".

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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