El elixir
¿Quién vende el elixir? Gustave Le Bon relató cómo un recuerdo de su infancia (en la Francia de mediados del siglo XIX) le inspiró su conocida investigación sobre la psicología de las masas. Cuando era niño, venía a su pueblo un vendedor ambulante vestido con ropas doradas y acompañado por un cortejo de músicos: el doctor Dulcamara, que vendía a bajo precio un elixir que no se limitaba a curar todas las enfermedades, sino que incluso era capaz de asegurar la felicidad a quien lo adquiriera. El joven Gustave se daba cuenta de que tales fantásticos efectos eran improbables. Sin embargo, veía cómo su madre y la mayoría de los vecinos se abalanzaban a comprar el brebaje. Entonces pensó que el mago debía vender otra cosa. ¿Qué? "El elemento inmaterial que conduce al mundo y que no puede morir: la esperanza". Claro, dedujo más tarde, "los sacerdotes de todos los cultos, los políticos de todos los tiempos ¿han vendido jamás otra cosa?"
La esperanza y la alegría de vivir se venden o se regalan de las formas más curiosas
Efectivamente, cualquier comerciante un poco avispado sabe que si tiene una pulserilla para vender, sacará mucho más dinero si la presenta como "pulsera de la suerte", "pulsera del amor", o algo parecido. "Por si acaso", todos caemos. En la política, no diría que la cosa es muy diferente. Sólo que ahí venden "pulseras de la libertad", "pulseras del progreso", "pulseras de la identidad", etcétera. No es casualidad que el adjetivo "ilusionante" circule principalmente en periodos de campaña electoral. Pero no sólo de doctores Dulcamara políticos vive el hombre. De hecho, dudo que sean muchos los que pierdan el sueño por la sesión parlamentaria de este viernes 27...
Cuando se está enfermo, desde luego, es otro el elixir que se busca. Una novela de Manuel Vicent, La novia de Matisse, tiene por protagonista a una mujer a la que acaban de diagnosticar una leucemia. Le pronostican tres meses de vida. Al mismo tiempo, su marido, un magnate que debe blanquear dinero de forma segura, comienza a coleccionar obras de arte: un Picasso, un Monet, una escultura de Giacometti... Y, claro, los coloca en su casa, no recuerdo si incluso en el baño. La enferma se siente cada vez más subyugada ante la visión constante de tanta belleza, y anima a su marido para que compre nuevas obras. Desea especialmente los bocetos que pintó Matisse para su cuadro Alegría de vivir, ese hermoso lienzo en cuyo fondo varias figuras bailan en corro. Lo consigue, arruinando a su esposo y salvándose ella: su nivel de leucocitos baja a un nivel normal, se cura. Los estupefactos médicos no pueden encontrar otra explicación que el inmenso efecto terapéutico de la belleza.
Está a punto de salir otra novela, Las maestras paralíticas, del islandés Gudbergur Bergsson, con un argumento similar. Un joven licenciado en Filosofía no encuentra más trabajo que un empleo en los servicios sociales, cuidando de dos hermanas gemelas paralíticas desde su juventud. Pronto llegan a un acuerdo para que, en lugar de ayudarles en las tareas domésticas, les cuente historias sobre sus experiencias en Italia. Las dotes de narrador del joven, así como su cariñosa dedicación al cuidado, obran el milagro: una de las hermanas comienza a recuperar paulatinamente la movilidad...
La esperanza y la alegría de vivir se venden o se regalan de las formas más curiosas. De manera insospechada, nos alcanza alguna gota del elixir. Y no descarte el lector que yo misma no sea una Doctora Dulcamara...
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