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Columna
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Murallas

En tiendas de campaña y en cajas de cartón, entre desperdicios e inmundicias, a los pies de la maciza catedral de la Almudena, junto a los restos de la desvalida muralla árabe, acampan los inmigrantes y pernoctan los indigentes. En una garita de obra, cerca de Torrejón de Ardoz, muere asfixiado un sin papeles subcontratado que vino del Este. A los inmigrantes les adjetivaban en los periódicos de ilegales para dejar claro que sobre ellos podía caer en cualquier momento todo el peso de la ley; ahora les llaman directamente "sin papeles". Sin papeles no eres nadie, no entras en los cómputos ni en las nóminas, no existes; en la Italia neofascista de Berlusconi, el "delito" de inmigración ilegal conlleva penas de cárcel. En España a los sin papeles no se les encarcela, se les interna y no se les expulsa, se les reintegra a sus puntos de origen, el lenguaje políticamente correcto enmascara y suaviza las aristas de la injusticia.

Georgi dormía en el coche de un amigo; no tenía permiso de trabajo ni contrato de vivienda

Europa levanta murallas contra la inmigración, murallas de papel sellado, erizadas de púas y de guardias. La muralla árabe y medieval de Madrid nunca fue una gran muralla pero ahora es una gran vergüenza, abandonada y enclaustrada, sumergida y ninguneada. Hay un campamento moro y subsahariano a los dolidos pies de la fortificación, bajo la mole hostil de la Almudena, palabra árabe que significa mercado de granos. La Virgen de la Almudena cristianizó la antigua morería en un ejemplo más de interesado sincretismo. La construcción de la catedral católica arrasó las calles y los adarves de la fortaleza mora. El parque del emir Mohamed I permanece cerrado a cal y canto, amurallado, y cada noche asiste a la invasión de los asaltatapias que se guarnecen del frío o del relente. Los despapelados y los desheredados se internan voluntariamente en las inmediaciones de la Cuesta de la Vega, donde según la leyenda apareció la imagen de la que llegaría a ser, más por imposición que por devoción, patrona de Madrid.

"Mis muros de fuego son", reza el desorbitado lema de la ciudad en referencia a la piedra de sílex que refulgía en sus murallas. A cobijo del devastado muro, los inmigrantes tienen pesadillas con la deportación. Las murallas que levanta la nueva directiva europea sobre inmigración son de pedernal. Para los 44 países americanos y africanos que la rechazan se trata de un intento normativo de violar los derechos humanos. Merkel, Berlusconi, Sarkozy, la Comunidad Europea se blinda para protegerse de los extranjeros a los que llamó para explotarles, legal o ilegalmente, para que desempeñaran esos oficios, duros, sucios y mal pagados que no querían ejercer los vástagos autóctonos, privilegiados aborígenes de la Europa del bienestar. Los inmigrantes legales, con residencia y contrato de trabajo, aportan más que lo que reciben, según contrastadas y nada sospechosas encuestas.

El inmigrante búlgaro fallecido Georgi Krashimirov tenía 23 años y había sido cocinero de barco en su país natal. El nombre de Georgi Krashimirov no consta en el registro oficial de accidentes laborales de la región de Madrid. Georgi no tenía papeles hasta que alguien puso su nombre en el certificado de defunción. El búlgaro despapelado había trabajado unos meses en Barcelona en el sector de la construcción, pero el parón inmobiliario, la crisis que no existe pero que se ceba con los sectores más desfavorecidos, le trajo a Madrid. Ilegal, ilegalmente subcontratado, Georgi dormía en el coche de un amigo, no tenía permiso de trabajo, ni contrato de vivienda, ni carné de identidad, ni pasaporte, no existía, era un fantasma más en esa legión de fantasmas que se corporeizan en las obras públicas y privadas, en la hostelería y en los servicios domésticos, en las tratas y en las subcontratas; ellos trabajan, sudan, se esfuerzan y penan como los demás, y aún más, porque han de dar una parte de lo poco que les dan a las familias que dejaron atrás y que, tal y como se están poniendo las cosas, atrás se quedarán, Europa blinda sus fronteras.

Si es así como Europa trata a sus inmigrantes no se merecería tener ninguno. A los pies de la muralla islámica de Madrid, en un parque cerrado y abandonado porque según la responsable municipal se había quedado pequeño (¿?), despapelados y desheredados se cobijan a la sombra de la imperiosa catedral consagrada al culto de aquel que predicó: "Bienaventurados los pobres de espíritu porque ellos heredarán la Tierra".

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