La moral de Koolhaas
Que la mejor arquitectura rara vez ha nacido con las mejores intenciones es un hecho que no atragantaba a los papas, pero que a los arquitectos modernos les costó digerir. Como consecuencia, la idea de vanguardia posterior al rectilíneo Movimiento Moderno fue anunciada como progresista, social y, ahora, sostenible. Y, en coherencia, sus autores se convirtieron en adalides de esas preocupaciones.
La arquitectura era un todo sin fisuras. Hasta tal punto la ideología progresista se asoció a cierta arquitectura que la gran figura del racionalismo italiano, Giuseppe Terragni, vio desdibujada su biografía por su ideología fascista. En los casos incoherentes podía optarse por ignorar la aportación del arquitecto o por reconvertir su ideario. De eso se encargaban algunos historiadores. Los arquitectos se concentraban en construir su obra con la creencia, más o menos extendida, de que el único dios era el cliente. Hasta que llegó Rem Koolhaas. Proveniente del mundo del cine, Koolhaas (Rotterdam, 1944) anunció su revolución por escrito, en libros que desorientaron a muchos y fascinaron a una legión de epígonos. Desde cuando alababa la ferocidad capitalista de Nueva York a finales de los setenta, hasta ahora, que está convencido de que sus edificios en Pekín contribuirán a la democratización china, se ha declarado "un tipo con conciencia política y social". Y esa conciencia le lleva a trabajar para el Gobierno chino "para ayudar a que las cosas cambien". No le basta con construir donde le dejan y como quiere. Necesita hacerlo bajo la vieja consigna moderna de trabajar para cambiar el mundo. Así, su último proyecto, una isla con la densidad de Manhattan que crecerá en terreno ganado al mar frente a Dubai, "con muchos árboles y poco aire acondicionado", no será su oportunidad de materializar el sueño de diseñar una ciudad, será su contribución a hacer del mundo un planeta sostenible.
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