Una reflexión psicosocial
La introducción del uniforme escolar en los centros públicos no es una medida anodina. Puede herir sensibilidades, dar lugar a conflictos o abrir un debate más amplio sobre un orden social dado. Desde un punto de vista psicológico, atañe a la sempiterna tensión entre la necesidad de ser al mismo tiempo semejante y diferente de los demás. Los argumentos a favor del uniforme son numerosos y conocidos. Se imagina como un freno al marquismo, a ver los centros escolares como una pasarela. Desde una perspectiva psicosocial, se añade que el uniforme acabaría con la comparación entre los alumnos, se destronaría el estilo de vestir como signo de diferencias sociales, económicas, étnicas, religiosas, nacionales o incluso entre pandillas. Se cree también que favorece la disciplina, y la concentración. No faltan tampoco razones de tipo económico o de sentido práctico.
Pero vestir de uniforme tiene tras sí una larga historia. Recordemos, por ejemplo, cómo el cuello Mao se impuso a 900 millones de habitantes. El uniforme ha sido un instrumento para establecer jerarquías y distancias entre clases o entre castas. En suma, el uniforme trae a la memoria lo militar, la penitenciaría, la hospitalización, el internado. Evoca la despersonalización, lo homogéneo, la falta de iniciativa y de autonomía o la ausencia de sensibilidad estética. Suele oponerse a modernidad, innovación y juventud.
Es una obviedad que el modo de vestir cumple funciones sociales básicas, al permitir reconocer la clase social, la fortuna, el oficio, la religión, la edad, la orientación sexual. La propuesta de introducir el uniforme en los centros escolares es quizá una respuesta al radicalismo que manifiestan los escolares con su modo de vestir. Cabe, no obstante, preguntarse a qué responde semejante estilo. Es posible que entre las motivaciones figuren la exaltación de la diferencia y un interés exasperado por atraer la mirada del otro. El modo de vestir puede llevar al paroxismo el deseo de ser diferente y provocativo, y, al mismo tiempo, el deseo de ser semejante y suscitar la aprobación de los compañeros. Ser diferente, imitar y ser imitado, son los parámetros de ese radicalismo juvenil al vestir.
Merece especial consideración que en la actualidad la edad se ha convertido en el determinante más importante del estilo de vestir. Los jóvenes están considerados inspiradores directos de estilos y el principal vector de la moda. Este es posiblemente el mayor poder que hoy tienen los jóvenes en la sociedad. Y en esa competición simbólica entre edades, los jóvenes anteponen el valor del cuerpo. Se contraponen al mismo tiempo a los adultos y a un orden social establecido.
En conclusión, ante el disgusto escolar que puede producir el radicalismo juvenil en el modo de vestir, cabe imponer el uniforme. Pero cabe también plantearse si no sería un magnífico tema para aprender a tratar con la diversidad social y cultural. Visto el empeño que ponen los jóvenes en saturar su cuerpo de comunicación social, no estaría demás convertir ese interés en una herramienta de aprendizaje y desarrollo de la sensibilidad estética y social.
Juan Antonio Pérez es catedrático de Psicología Social de la Universidad de Valencia.
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