Europa cambia de signo
Atrás han quedado los tiempos en los que los principales esfuerzos de España se dirigían a alcanzar los logros sociales de Europa; ahora, a lo que parece, se trata de defender frente a esa misma Europa los logros sociales alcanzados en España. En apenas unos meses, las noticias que llegan desde Bruselas son tan inquietantes como los proyectos que anuncian algunos miembros, a lo que ahora hay que sumar, además, el no de Irlanda al Tratado de Lisboa. Ante esta situación a la vez incómoda y confusa, no basta con decir que la mayoría de Gobiernos conservadores que existe en la Unión están orientando las nuevas políticas. Conservador es también el Ejecutivo de Angela Merkel, al menos en parte, y sin embargo no se encuentra entre quienes lideran esta regresión política y social que viene soplando desde Europa. No son, pues, los conservadores, así, sin más, los responsables de los cambios, sino una corriente concreta dentro de los conservadores, a la que pertenecen con obvios y diversos matices Sarkozy y Berlusconi. Al margen de la acusada tendencia al histrionismo, lo que les une es la convicción de que su proyecto político no cabe dentro de las instituciones europeas según están concebidas y según hoy funcionan. Y por eso tratan de introducir modificaciones que, además, sirvan de coartada a las reformas que se proponen realizar en sus propios países.
Ése es el espíritu que ha animado Directivas como la del Retorno, con la que la misma Europa que antes vigilaba con rigor la condición democrática de los países que aspiraban al ingreso ha convalidado ahora algunas prácticas antidemocráticas vigentes entre sus miembros, como la detención administrativa de extranjeros. Mucho han cambiado las cosas en pocos años. Cuando el ultraderechista Partido de la Libertad, del austriaco Jörg Haider, fue admitido en la coalición que alcanzó el Gobierno, la Unión respondió poniendo a Austria en cuarentena. La presencia de la Liga Norte en el Ejecutivo de Berlusconi, que ya ha adoptado, entre otras, la iniciativa de conceder poderes especiales a los gobernadores civiles de Roma, Nápoles y Milán para tratar la denominada "emergencia gitana", sólo ha provocado, si acaso, algunas tímidas declaraciones de preocupación. Da la impresión, pues, de que la ya lejana reacción contra la incorporación de Haider a un Gobierno europeo no fue una advertencia, sino un estertor.
Otro tanto ha sucedido en los últimos días con la Directiva que autoriza la semana laboral de 60 horas. Conviene comprender en toda su crudeza de lo que se está hablando: si el Parlamento Europeo no consigue rechazar esta Directiva, en la Unión será legal que una persona trabaje de lunes a sábado, ambos inclusive, y de nueve de la mañana a siete de la tarde. No ya la conciliación entre la vida familiar y laboral sino el simple reposo de los trabajadores, ya sean manuales o de cuello blanco, queda reducido a una utopía de nuevo por conquistar. Algunos miembros de la Unión, entre ellos España, han recordado que la Directiva autoriza esa jornada pero que no obliga a establecerla, y que, por tanto, se abstendrán de hacerlo. Pero conviene no llamarse a engaño: la supremacía del derecho comunitario sobre el nacional, por un lado, y los efectos de la Directiva sobre el mercado laboral europeo, por otro, hacen difícil impedir la generalización de sus disposiciones.
Junto al británico, el Gobierno español es el único Ejecutivo socialdemócrata que puede tener algún peso en el seno de la Unión en estos momentos de crisis y de desconcierto. La responsabilidad a la que se enfrenta por ello es trascendental, sobre todo cuando el proceso de reforma de los Tratados ha vuelto a encallar como consecuencia del no irlandés. Dependiendo de su habilidad en las decisiones para las que se requiere mayoría, y de su firmeza en aquellas que exigen unanimidad, el Gobierno español se puede encontrar en la tesitura de servir de simple aval a unas decisiones comunitarias que suponen una regresión con respecto a lo que Europa ha sido hasta ahora, o de lo contrario. El entendimiento entre Köhl, conservador, y González, socialdemócrata, propició avances decisivos en la cohesión europea y en la política social. Por el contrario, el entendimiento entre Aznar, conservador, y Blair, socialdemócrata, contribuyó a establecer algunas de las bases para la deriva antisocial que experimenta la Unión en los últimos tiempos. El Gobierno español ha expresado sus deseos de llegar a acuerdos en materia europea con la Francia de Sarkozy. Falta por saber si serán acuerdos en la dirección de los que alcanzaron Köhl y González o de los que cerraron Aznar y Blair.
El argumento que se ha utilizado desde España para apoyar la Directiva del Retorno, el argumento de que se apoyaba lo peor para cerrar el paso a lo pésimo, suscita demasiadas inquietudes y, desde luego, no puede ser un argumento aplicable a todos los problemas. Baste recordar que ese argumento, exactamente ése, fue el que, sólo por poner un ejemplo, alegó Blair para ir a la guerra de Irak junto a George Bush. El no irlandés ha sumado nuevos problemas a los que ya existían. Pero los que existían, siguen existiendo.
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