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Columna
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Aviso del futuro

El lunes 9 de junio por la tarde, en un pueblo costero entre Málaga y Granada, entré en un supermercado que tenía en ese momento gran éxito de público. Cestas y carros iban inflados navideñamente, y el suelo estaba pegajoso de paquetes reventados y jugos derramados como en los días de prisa festiva. Se habían terminado la verdura, la leche, la carne, el pescado, los congelados y el agua. Escaseaban los pañuelos de papel. Al día siguiente costaba encontrar periódicos. El sábado 14, por la mañana, sigue sin haber leche, carne, fruta, verduras y hortalizas, a pesar de que una cajera contaba el jueves la aventura de un camionero que acababa de llegar con carga, pero físicamente descompuesto, directamente a los lavabos. Han vuelto los congelados y el pescado. Sigue sin haber agua en botella. "No hay nada. ¿Qué vamos a comer?", dice una señora con tendencia a la visión catastrófica, insatisfecha, desilusionada, amargada por lo que falta en los frigoríficos que rugen vacíos. Esta señora es una antipatriota, según dictaminó Zapatero a principios de año: "Son antipatriotas los que alertan de una crisis".

En cuanto un político empieza a dividir a los ciudadanos entre patriotas y antipatriotas, está dando signos de que se ha perdido. Desorientado o no, Zapatero hablaba en mayo, refiriéndose a la economía, de una "desaceleración transitoria ahora más intensa", lo que parece una profecía de la movilización camionera de junio y sus efectos paralizadores sobre la nación. Ha habido atascos, camiones a paso de enfermo, bloqueo de carreteras, puentes, fronteras, puertos y mercados, dentro de un dispositivo estratégico eficacísimo en el que han participado transportistas y labradores, frente a 25.000 guardias. La policía escoltaba a los camiones cisterna que abastecían de combustible a las estaciones de servicio.

Herman Melville, el creador de la ballena Moby Dick, llamaba shock del reconocimiento a la sensación de descubrir en una historia fantástica algo que ya habíamos visto en nuestros miedos, deseos o pesadillas. Ante el ansia de estos días en los supermercados y las gasolineras, alguno habrá recordado esas novelas y películas de ciencia ficción en las que se pelea por los hidrocarburos y los alimentos escasos. Es como si esta semana hubiera sido un aviso del futuro, y ya no es el futuro brillante, positivo y próspero, que fue hace unos años. El gasoil está caro, y la gasolina, y todo sube. Hay poca gente en las tiendas y los cafés, y menos dinero en la calle. El dinero cuesta cada día más, y en nuestras manos vale inmediatamente menos de lo que nos costó, como si le contagiáramos nuestra pobreza.

No sé si hay crisis. Mi ignorancia en economía es riquísima. Pero, por experiencia directa, yo diría que la gente anda muy retraída en el gasto, sea por instinto de conservación, por la creciente insolvencia masiva, o por las dos cosas. El Ministerio de Fomento atribuye el mal al mundo exterior: todo lo malo viene de fuera, ya se sabe. No hay crisis, ordena la presidencia del Gobierno. Dos años le da de vida a la crisis Manuel Chaves, el presidente de la Junta. La situación es confusa, contradictoria. Para tres dirigentes del mismo partido, no hay crisis, aunque lo que no hay viene del exterior, y lo inexistente se acabará en dos años. ¿Cómo se puede prever cuánto durará lo que no existe y además no depende de uno?

La crisis después de la primera guerra de Irak, en 1991, fue breve. La del embargo petrolero árabe de 1973 a los Estados que apoyaban a Israel fue larga. ¿Cuánto puede prolongarse la actual guerra de Oriente? Mientras esperaba el lunes en la caja del supermercado de Nerja, leí el reportaje de Ana Carbajosa en este periódico sobre las fabulosas cifras que mueven en Londres las subastas de arte islámico para plutócratas petroleros del Golfo en guerra, pero en pleno esplendor. El mundo es muy raro.

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