El nuevo 'milagro' de los Andes
Nueve pasajeros de un avión estrellado sobreviven cuatro días en la selva chilena
Medio kilo de leche en polvo, dos paquetes de galletas, un caramelo y agua de la lluvia y nieve. Era todo lo que tenían para comer los nueve pasajeros y el piloto del avión Cessna que, perdido en la neblina, chocó el sábado pasado contra rocas y cayó sobre las copas de los árboles de la selva austral chilena, 1.300 kilómetros al sur de Santiago, donde quedó suspendido un metro sobre el suelo con un ala menos.
Tres días después, seguían extraviados y, mientras masticaban pasto y raíces con nieve, discutieron sobre si se alimentaban con el cuerpo del piloto Nelson Bahamondes, que acababa de morir a consecuencia de las heridas sufridas. La mayoría se opuso a una solución como la de los supervivientes de los Andes, el avión con jugadores de rugby uruguayos que se estrelló en Chile en 1972. "Había personas que no estaban de acuerdo, porque era una decisión muy extrema", relató Miguel Almonacid, que iba en el asiento del copiloto.
Cuando murió el piloto se desmoronó la esperanza de los viajeros
Debían sus vidas a Bahamondes (65 años), que amortiguó la caída del avión y con ello permitió a los nueve pasajeros salir casi ilesos, salvo contusiones y fracturas menores. Sólo él quedó con una herida grave en la cabeza, sangrando y atrapado en la cabina. En sus dos últimos días les enseñó a sobrevivir: cómo sacar combustible del avión, a racionar los alimentos y dormir apretados en la cabina.
"Debemos nuestras vidas al piloto", reconocían el miércoles por la tarde, cuando un helicóptero los rescató y trasladó de regreso para ser internados en hospitales de Puerto Montt, la ciudad de la que habían despegado. La prensa y la televisión han dedicado portadas y minutos al nuevo milagro de los Andes, el grupo de pasajeros que sobrevivió en condiciones extremas, y califican de héroe al piloto.
Cuando sintió que moría, Bahamondes pidió a un pasajero, el cabo segundo de carabineros Víctor Suazo: "Compadre, si me voy cortado, ciérrame la boca".
Fue en ese instante, al morir el piloto el lunes, cuando las esperanzas de varios del grupo se desmoronaron. Habían escuchado los aviones y helicópteros que los buscaban, pero no podían salir de la escarpada ladera donde estaban, a unos mil metros de altura, cerca del río Palena y a 18 kilómetros de su destino, el caserío de La Junta. Con temperaturas de hasta 10 grados bajo cero en la noche, el frío y el desaliento postraban a la mayoría en la cabina.
La más animosa era la profesora Sonia Cárdenas, la única mujer del grupo. "Ya nos van a encontrar", decía y organizaba las tareas cotidianas de los pasajeros, todos como ella trabajadores modestos de la zona: un buzo, dos técnicos de teléfonos, un carabinero, un comerciante, dos funcionarios de salmoneras y dos obreros.
Tres intentaron subir hasta la cumbre del cerro, de unos mil metros, para hacer señales, pero no pudieron traspasar la vegetación y los 50 centímetros de nieve acumulada. Los comandos de la Fuerza Aérea que desde el domingo caminaban hasta donde el avión emitía señales, sólo avanzaban 1,5 kilómetros diarios en medio del barro, la neblina y oscuridad por el frondoso follaje, abriéndose paso con machetes y motosierras.
A ese ritmo, las patrullas tardarían un par de días en llegar. El viento y la neblina impedían la visibilidad desde el aire. Pero el clima que derrotó al piloto los ayudó inesperadamente el miércoles, cuando se abrió una cortina entre las nubes y un helicóptero pudo volar a baja altura.
Siguiendo las instrucciones del piloto fallecido, los pasajeros despejaban a diario la nieve que cubría el techo del avión para que fuese más visible desde el aire. Al escuchar el motor del helicóptero, varios se subieron sobre el techo y agitaron los chalecos salvavidas amarillos.
Al verlos, la tripulación del helicóptero creyó que era una patrulla terrestre, pero después reparó en que ninguna había subido tanto. Llamaron por radio a la base y lo confirmaron. Entonces regresaron y levantaron con arneses y camillas a los nueve supervivientes para llevarles a la civilización. Cuatro comandos del Servicio Aéreo de Rescate se quedaron junto al cuerpo del piloto para retirarlo cuando el tiempo lo permita.
No fue necesario que los pasajeros pusieran en práctica el último consejo del piloto fallecido, incendiar el avión para provocar una gran humareda cuando se despejaran las nubes. "Todos se apoyaron, es un grupo solidario. La experiencia que vivieron es particular y muy difícil", dijo el ministro de Defensa, José Goñi, al visitar a los rescatados.
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