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UNIVERSOS PARALELOS
Columna
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La falta de vergüenza

Diego A. Manrique

Hesh Rabkin es uno de los personajes secundarios de Los Soprano: un jubilado del mundo discográfico, que cría caballos en su finca de Nueva Jersey, al que Tony Soprano acude buscando consejos y préstamos. El perfil de Rabkin está basado en Morris Levy, fundador del sello Roulette, que hubiera quedado complacido de ver cómo le retratan en la serie: culto, sabio, con vistosas novias negras. Mitificado en el medio como pintoresco hombre hecho a sí mismo, Levy fue finalmente un depredador de artistas. Ahora que la industria musical adopta modos de dama ultrajada, conviene recordar las hazañas de Levy / Rabkin, tan celebradas por sus colegas.

Roulette lanzó memorables discos de jazz y música latina, pero consiguió pelotazos con Tommy James & The Shondells y la moda del twist. Otro de tantos disqueros judíos afines a la música negra, Levy financió Sugar Hill, primera compañía que editó hip-hop. Muy pronto, Levy descubrió que lo más cómodo del negocio era poseer canciones: bastaba con sentarse a esperar que BMI o ASCAP (equivalentes estadounidenses de SGAE) recaudaran el dinero y se lo enviaran.

Ahora que la industria musical adopta modos de dama ultrajada, conviene recordar tantos latrocinios tolerados

Levy no se contentó con tener una editorial. Aprovechándose de autores que pasaban por malas rachas, compraba canciones por un plato de lentejas: se convirtió así en coautor de clásicos como Ya-ya (Lee Dorsey) o My boy lollipop (Millie). En defensa de sus copyrights, era implacable: denunció a los Beatles por citar en Come together un par de versos de You can't catch me, tema de Chuck Berry que Levy controlaba. El asunto no debería haber pasado a mayores, pero John Lennon, agobiado por su lucha para quedarse en Estados Unidos, prefirió evitarse el juicio: se comprometió a grabar tres temas de Levy en su Rock 'n' roll. Ese disco tuvo una elaboración tormentosa y Levy publicó a las bravas una versión inacabada, Roots, que vendió por televisión hasta que intervinieron los abogados de Lennon.

La más audaz de sus apropiaciones fue Why do the fools fall in love?, gloriosa canción de Frankie Lymon and the Teenagers; terminó firmada por Lymon y Morris Levy, aunque se sabía que Frankie compuso el tema como lamento de un menor de edad ante las incertidumbres del amor, mucho antes de tratar a Levy. Y hubiera quedado así de no convertirse en una mina de oro: sonaba en American graffiti, fue regrabada por Diana Ross. Generó millones de dólares, que fueron íntegros a los bolsillos de Levy: había adquirido a Lymon sus derechos sobre Why do the fools fall in love? por unos ridículos 1.500 dólares. En 1968, Frankie moría de una sobredosis y quedaba relegado al catálogo de historias ejemplares del rock. Pero en 1984, su viuda se unió a un abogado experto en propiedad intelectual y demandó a Morris Levy.

Fue una asombrosa batalla legal. Levy se defendió como gato panza arriba: se sacó de la chistera otras esposas legítimas de Frankie, a las que prometió unas modestas retribuciones si aceptaban dejar el chanchullo tal como estaba. No resultaron muy convincentes: una aseguraba haberse casado en Tijuana, mientras otra acumulaba condenas por prostitución y cleptomanía. Reaparecieron varios de los Teenagers, que también pretendían haber participado en la composición. Levy ganó en primera instancia, pero perdió cuando la viuda apeló.

Levy no llegó a soltar el dinero. Murió en 1990, a punto de ingresar en una prisión federal por un caso de extorsión donde estaban implicados sus amigos de la familia mafiosa DeCavalcante. Al final, sus herederos pactaron con la viuda un pago de un millón de dólares y todos suspiraron aliviados. La pelea por Why do the fools fall in love? resulta irresistible por sus protagonistas, pero sólo es una de tantas. También en España hay usurpaciones similares, toleradas por los que ahora se erigen en adalides de los pobrecitos autores. "Es que no podemos inmiscuirnos en un acuerdo privado", he oído alguna vez. Pero no se pueden impartir lecciones de moralidad cuando se convive con ladrones de guante blanco.

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