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Columna
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Aquí Polonia

He pasado la semana en Polonia, trabajando y reencontrándome felizmente con amigos, y en Cracovia, a la salida de la estación ferroviaria, vi un bar que se llama Granada. En Cracovia, en las calles de los viajeros y vagabundos, Granada es un bar. Dos días después, por el centro de Varsovia, me crucé con tranvías que anunciaban inmobiliarias españolas. El lunes, en el avión, había leído noticias sobre una exposición en Granada de 75 fotos africanas del periodista polaco Ryszard Kapuscinski, premio Príncipe de Asturias, en la Biblioteca de Andalucía. Puesto que la exposición acaba el 7 de junio, pensé que me la iba a perder. Pero en la Biblioteca Nacional de Varsovia me esperaba la misma exposición en tamaño reducido: caras de África entre la desposesión, la indefensión, el coraje, la burla, la gracia y la gallardía frente al tosco y descarado animal blanco que se atreve a irrumpir en el mundo ajeno con una cámara.

En Varsovia sólo se exponen 30 fotos, no las 75 de la exposición granadina que ha preparado Mariano Maresca. Las descubrirá el que pasee por el barrio de Mokotów, a la entrada del parque. Por aquí, muy cerca, vivía Kapuscinski, en la planta más alta de una casa gris de dos pisos, en la esquina de la calle Prokuratorska. Me trae el poeta y traductor de Kapuscinski, Abel Murcia, que me explica que el periodista, muy joven, había vivido en una colonia de mínimas casuchas de madera, construidas por finlandeses en los márgenes del parque de Mokotów. Todavía queda alguno de esos refugios, casi cobertizos de jardín. Están aquí mismo, casi a dos pasos, y vamos a buscarlos, a través del parque.

Llego a una espesura verde ya casi desconocida en España, menos por razones climatológicas que por la manía nacional de destrozar árboles, arrancarlos, quemarlos, sacrificarlos con el menor pretexto. Es una fronda de gritos y aleteos de grajas, mirlos y urracas, luz a través de las hojas, en un corto sendero de viejos abedules que ha sido declarado monumento de la naturaleza. La generosidad dominante de la vegetación contrasta con la humildad de las cabañas, protegidas por una cerca de tela metálica y unas escuálidas y desamparadas puertas o cancelas o verjas, hechas de tablas desechadas y esos hierros retorcidos que sirven para los esqueletos de las obras.

Ryszard Kapuscinski fotografió estas puertas en blancos y negros azulados, color de fantasmas. Las caras africanas se ven en el exterior de la Biblioteca de Varsovia y en el interior están las imágenes de estas puertas, quince fotos, que no son las caras, sino las caretas o escudos de los habitantes de las casas que guardaban. La familia Kapuscinski vivía en la número 6 de la Colonia III. Las casas fueron desapareciendo, y quedaron las puertas, hacia ninguna parte, como esa puerta pétrea, gigante, inútil y maravillosa que hay plantada en el bosque de la Alhambra. Pero estas puertas son sólo dos postes, una tabla o un entramado de tablones. Yo he visto las casas que quedan y que quizá no duren mucho. Kapuscinski decía que la emoción de la fotografía está en coger al vuelo el tiempo que se va.

Estas puertas perdidas parecen en las fotos de Kapuscinski ídolos o altares intocables e imperecederos. Las vemos entre los altos abedules, en el silencio de los pájaros que chillan y de la manguera de una mujer que riega detrás de una cerca, y, mucho más altas que los árboles, se asoman sobre nosotros las grúas. Las grúas ya rozan las casas que quedan, desahuciadas, expropiadas probablemente mañana. Ya hay urbanizaciones a pocos metros, y he visto los anuncios de inmobiliarias españolas en los tranvías del centro, casi aquí mismo, porque los parques se entremeten entre las casas de Varsovia, y me figuro que algún sabio economista ya habrá demostrado que los árboles y las hierbas son poco rentables si no van acompañadas por la construcción de viviendas de lujo.

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