Los viejos tiempos
Los viejos tiempos, los buenos viejos tiempos. Pero en el paisito nunca ha habido buenos tiempos. Viejos, sí. Y son tan viejos que se extienden en todas direcciones (como una mancha de aceite, o como esos vómitos que adornan en fin de semana el asfalto vinícola de Euskadi) y pueden esperarnos a la vuelta de la esquina. En el paisito el tiempo es circular: uno cree transitar por un sendero que conduce hacia el futuro, pero lo que aguarda al final de la jornada son los álbumes de fotos del pasado, los mismos inútiles fantasmas. Se trata de un regreso involuntario a los viejos tiempos, a cualquiera de aquellas estaciones que jalonan nuestro desacuerdo ancestral. La política en Euskadi se parece a esa escena onírica de El expreso de medianoche en que el protagonista, en su bajada a los infiernos de las cárceles turcas, acaba sumándose a un hatajo de lunáticos que dan vueltas y más vueltas a una columna, en un hipnotizante viaje circular. La política vasca es algo como eso: un deambular de espectros y seres alucinados que no dan con la puerta de salida. En Euskadi la política no experimenta el más mínimo progreso: todos nos limitamos a repetir un mantra narcótico y cobarde, mientras damos vueltas y más vueltas a una columna, como aquel hatajo de lunáticos encerrados en una cárcel de Estambul.
La política vasca es como un deambular de seres alucinados que no dan con la puerta de salida
Los últimos atentados de ETA confirman ese sentido circular y obsesivo de la política vasca. Las dos bombas recientes se han dirigido contra blancos antiguos y olvidados: una casa-cuartel de la Guardia Civil y un club de Las Arenas, emblema de la alta burguesía. Son atentados que traen el olor rancio de otros tiempos y que obligan a evocar los años más violentos del célebre conflicto. Es como si el reloj hubiera retrocedido veinticinco años atrás. Uno casi espera que en la crónica de esos sucesos aparezcan imágenes en blanco y negro, o reporteros con largas patillas y jersey de cuello vuelto. La política vasca, en fin, esclava de las leyes del eterno retorno, y de su deyección más pestilente: la violencia.
El anquilosamiento en que sobrevive ETA se muestra incluso en la falta de imaginación para idear otras formas de insurgencia. Hasta en ese plano, el de la estética, ETA funciona fatal. Su mecánica es regresiva incluso el intentar convencernos de que nada ha cambiado en el último medio siglo de historia vasca. Hacer de nuevo objetivos de su violencia a la Guardia Civil o a la burguesía de Neguri nos traslada a los peores pasajes de nuestra biografía moral. De la Guardia Civil se mantienen opiniones diversas, pero hace décadas que no constituye el ariete del franquismo, entre otras cosas porque el franquismo sólo existe en los libros de historia. Y la cantinela de la burguesía de Neguri y los males del capitalismo, más que réplica ideológica, exige sesión de psicoanálisis.
Qué historia más rancia: atentados contra la Guardia Civil y contra la burguesía vasca. En el recobrado paisaje de los últimos atentados, ETA huele a naftalina, a fruta pasada de fecha, a calcetines sin lavar, a habitación no ventilada. Es un hedor que pertenece a otro tiempo, a otro siglo, como si los ideólogos del infausto movimiento manejaran todavía manuales y folletos impresos en ciclostil.
La realidad de Euskadi nos impone ahora escenas retrospectivas, como para señalar que, así pasen los siglos, los vascos seguimos dando vueltas a una columna, como aquel hatajo de lunáticos encerrados en una cárcel de Estambul. Y todo esto, a veces, ni siquiera suscita indignación o rebeldía. Lo que despierta es somnolencia, una apatía difícil de salvar.
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