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Columna
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De necesidad, virtud

En España hemos construido un Estado políticamente muy descentralizado en muy poco tiempo. A pesar de todos los titubeos que hubo en el proceso constituyente, que impidieron que se definiera la estructura del Estado en la Constitución y que hubiera de posponerse dicha operación definitoria a los procesos de elaboración de los estatutos de autonomía, el cierre de la estructura del Estado se hizo en muy poco tiempo. Tras el resultado del referéndum del 28 F de 1980 y el fracaso del golpe de Estado del 23 F de 1981, la estructura del Estado se cierra en el verano de 1981 con los Pactos Autonómicos suscritos por el Gobierno de UCD, presidido por Calvo Sotelo, y el PSOE, en la oposición, liderado por Felipe González. En apenas tres años, pasamos del Estado más centralizado de Europa a uno de los más descentralizados.

Quiero decir que hemos construido un Estado muy descentralizado sin cultura política descentralizadora. Nuestra cultura política ha sido a lo largo de varios siglos una cultura unitaria y centralista y esta era la cultura dominante en el momento en que se tiene que iniciar la aplicación de la Constitución. Había, por tanto, una contradicción entre la descentralización a la que la Constitución apuntaba y la cultura política de los dirigentes de los partidos de los que dependía la puesta en marcha de dicha Constitución.

Esto ha sido un quebradero de cabeza para todos los partidos políticos de ámbito estatal, pero en especial para los dos grandes partidos de gobierno de España, UCD-AP-PP en cuanto representantes sucesivos de la derecha española y PSOE en cuanto representante de la izquierda. Todos los partidos de gobierno, con la excepción de UCD que no era propiamente un partido sino una fórmula electoral, tanto los dos de la derecha como el de izquierda, eran partidos centralistas, férreamente dirigidos desde Madrid. Las sustituciones de los dos primeros presidentes de la Junta de Andalucía, Rafael Escuredo y José Rodríguez de la Borbolla, no pueden ser explicadas sino en esa clave. La transición de AP al PP, con los episodios de Antonio Hernández Mancha y la designación de José María Aznar en el Congreso de Sevilla, exactamente igual.

Ha sido necesario que tanto el PSOE como el PP perdieran las elecciones y pasaran a la oposición para que se iniciara la adaptación de la estructura del partido a la estructura del Estado. En el PSOE, no hubo barones hasta que Felipe González pierde en 1996. Fue en el proceso de su sustitución como secretario general en el que empezó a emerger el poder regional en el interior del partido. Lo que se le hizo a Escuredo o a Rodríguez de la Borbolla, no se le puede hacer a Manuel Chaves. De forma similar, es en el proceso de sustitución de José María Aznar en la presidencia del PP en el que está emergiendo el poder de Esperanza Aguirre, Francisco Camps, Javier Arenas, por citar solo los que más suenan. A Mariano Rajoy no se le puede hacer lo que se le hizo a Hernández Mancha.

Tanto el PSOE, en el proceso de sustitución de Felipe González, como el PP, en el de sustitución de José María Aznar, han tenido que hacer de necesidad virtud y aprender cultura descentralizadora a marchas forzadas. De la misma manera que tras la derrota de Felipe González nada volvió a ser lo mismo en el interior del PSOE, nada va a ser lo mismo en el interior del PP tras la derrota de José María Aznar en 2004. Hubo quienes supieron interpretar la nueva situación en el PSOE, sobre todo después de la segunda derrota en 2000. Parece que hay quienes están sabiendo y, sobre todo, quienes no están sabiendo interpretar la nueva situación en el PP tras la segunda derrota de 2008.

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