La ficción de buena ley
Señalaba Alessandro Baricco recientemente en La Vanguardia que hoy se escribe mejor. No aclaraba el autor italiano el calado de esa mejoría ni argumentaba su comentario. Su afirmación no hilaba más allá de lo que a mí me pareció una intuición a voleo. Y sin embargo, creo que tiene razón. Se escribe mejor. Tampoco aclaraba Baricco en qué ámbito lingüístico se escribe mejor. Pero en el español, trátese de aquí o de allá, es rigurosamente cierto. Y otra cosa. Independientemente de que se lea más o menos (que es evidente que se lee más, otra cosa son los que no leen nunca y que no hay ni habrá campañas institucionales de invitación a la lectura que pueda con ellos), yo también creo que se lee mejor. Y se decodifica mejor. Y esa mejoría la da esa saludable promiscuidad en que cohabitan ofertas estético-narrativas de distinto cuando no antagónico tenor. Evidentemente en esta dinámica de excelencia literaria, tanto en la emisión como en la recepción, no es ajena la profusión industrial. Ni la proliferación de bibliotecas públicas, ni los clubes de lectura. Ni el consumo cultural (a rebufo a veces del consumismo general) al que se suman nuevas capas de la sociedad. Pues bien, este es el paisaje en que me gustaría enmarcar a los autores a los que sería bueno que el lector no dejara de leer. Algunos de ellos son novelistas y autores de cuentos de reconocido prestigio. Otros se incorporan con una breve pero sólida validez estética. Todos ellos conforman casi simultáneamente un tejido amplísimo de propuestas. Y a todos ellos, los espera el lector de ahora mismo, un lector sin prejuicios, ávido de historias de nuestro tiempo, pero también de sutileza, degustador de estrategias sofisticadas y dispuesto a participar en esta gran fiesta del intelecto y la sensibilidad que siempre es y será la ficción de buena ley.
De las novelas latinoamericanas, citemos en primer lugar 'La Grande', de Juan José Saer
En el panorama español, en primer término tres nombres se imponen con meridiana claridad: Rafael Chirbes, Javier Marías y Luis Mateo Díez. Tres clásicos contemporáneos que con sus respectivas obras: Crematorio (Anagrama); Veneno y sombra y adiós, último volumen de la trilogía Tu rostro mañana (Alfaguara), y La gloria de los niños (Alfaguara), han vuelto a dar una lección de coherencia narrativa desde la conciencia de sus estilos irrenunciables y la exigencia de rigurosa historicidad y universalidad. El Premio Nadal de este año se ha saldado con la novela que se esperaba de Francisco Casavella, Lo que sé de los vampiros (Destino). Una novela de ideas disimulada detrás de una tupida red de peripecias que nunca dejan de ser las peripecias de la lucidez en tiempos difíciles. También en su línea de no transigir con las soluciones fáciles, ni caer en los tópicos habituales en una novela sobre la Guerra Civil española, vuelve Ignacio Martínez de Pisón con Dientes de leche (Seix Barral), una historia de gran eficacia emocional y claridad compositiva. Clara Sánchez ha escrito una novela impecable: Presentimientos (Alfaguara), invención y juego compositivo al servicio de una historia sugerente. David Trueba ha dado un paso de gigante respecto a Cuatro amigos: Saber perder, una extensa novela que no pierde nunca interés y que juega con los recursos más genuinos de la novela a la hora de enfrentarse a los tiempos actuales.
Voy a citar ahora un puñado de novelas que obedecen a poéticas narrativas muy diferentes. Algunos de ellos se estrenan como novelistas, otros confirman la alta calidad literaria que prefiguraron en libros anteriores: La trama de los desórdenes (Bruguera), de Francisco Solano; Derrumbe (Seix Barral), de Ricardo Menéndez Salmón; Nocilla Experience (Alfaguara), de Agustín Fernández Mallo; Cultivos (Mondadori), de Julián Rodríguez; Campo de amapolas blancas (Tusquets), de Gonzalo Hidalgo Bayal; Naturaleza infiel (RBA), de Cristina Grande, y Si vuelves te contaré un secreto (Caballo de Troya), de Mónica Gutiérrez Sancho. Aquí tenemos ese reservado y conmovido "realismo limpio", que se adjudicó a John Berger, de Julián Rodríguez; el experimentalismo argumentado en la vida y en la ficción transgresora de Fernández Mallo; los dos ejercicios irónicos y sentidos de fabuladas autobiografías con que se aproximan al meollo de la memoria Hidalgo Bayal y Grande (sugiero la lectura de su libro de cuentos Dirección noche, Xordica, 2006); la representación del mal más insoportable y la escritura que lo hace imprescindible como artefacto de ficción de Menéndez Salmón (sugiero la lectura de su libro de cuentos Gritar, Lengua de Trapo, 2007); la grata sorpresa formal y arriesgada de Gutiérrez Sancho y el Giorgio Manganelli y Cortázar que Solano digiere y nos lo devuelve con su criterio de los homenajes literarios con sentido humano.
De las novelas latinoamericanas, citemos en primer lugar la edición póstuma de La Grande (El Aleph), del escritor argentino fallecido en 2005 Juan José Saer. Del linaje de los Piglia y Aira, Saer es uno de los nombres mayores de la literatura argentina contemporánea. Inacabada, La Grande refleja meridianamente el arte compositivo y la filosofía estilística de Saer. Muy buena impresión deja Bosque quemado (Mondadori), del chileno Roberto Brodsky, que junto al argentino Martín Kohan (ganador del Premio Herralde de narrativa, con Ciencias morales, Anagrama) encuentran el lugar exacto en su búsqueda de unir reflexión política crítica y el método preciso de ficcionalización. El mexicano Elmer Mendoza da una lección en Balas de plata (Tusquets) de impostación de una voz narradora neutra en una novela negra sin concesiones estilísticas. El boliviano Edmundo Paz Soldán deja una grata impresión con Palacio quemado (Alfaguara), una reflexión desde el vientre mismo del poder político. Y termino con Help a él (Periférica), del argentino Fogwill, volumen que reúne dos novelas cortas que hacen honor a la mejor tradición del género con una sabiduría estilística imposible de ignorar; y con La última hora del último día (RBA), del mexicano radicado actualmente en Barcelona Jordi Soler, un cruce de historias del exilio de republicanos españoles en su mejor y más conmovedora versión de escritura y simulación narrativa. Y una última debilidad: La muerte lenta de Luciana B (Destino), del matemático y novelista argentino Guillermo Martínez. La tensión de un enigma humano antes que policiaco, y la arquitectura rigurosa de la invención.
Apunto cuatro cuentistas, entre españoles y latinoamericanos: Temporada de huracanes (MenosCuarto), de Gonzalo Calcedo Juanes; Sólo de lo perdido (Destino), de Carlos Castán; Pétalos y otras historias incómodas (Anagrama), de la mexicana Guadalupe Nettel, y Los amantes de Todos los Santos (Alfaguara), del colombiano Juan Gabriel Vásquez. Cuatro maneras de entender el arte del cuento y de plasmar en ellos las vicisitudes de esas criaturas humanas que somos y que a veces merecemos, muy a pesar nuestro, que nos retraten o nos reinventen con la delicadeza de trazo narrativo, temperatura imaginativa e inspiración poética con que lo hacen estos autores citados. Y, ya que estamos, no olvidemos la sentencia de Henry Fielding: "Sólo se puede conocer a los hombres a través de los libros". -
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