La cintura de los símbolos
Ser un símbolo no es tarea fácil. María San Gil lo ha comprobado en su persona desde que adquirió esa condición en circunstancias trágicas, y seguramente va a vivirlo de forma más ingrata a partir de esta semana, en la que la presidenta del Partido Popular vasco ha movido el suelo inestable que pisa Mariano Rajoy. Cuando alguien se convierte en símbolo, de algún modo deja de depender de sí mismo, se despersonaliza, y se configura de acuerdo con la imagen que los demás se han creado de él. Se ve obligado a hacer no lo que quizá le dictarían sus intereses o las circunstancias del momento, sino lo que otros esperan que haga según el papel previamente asumido. Casi todas las organizaciones tienen sus referentes, pero hay veces en que el icono tan alabado hasta ayer en un colectivo se transforma en un estorbo, y hay otras en las que el símbolo se convierte en arma arrojadiza, como cabe sospechar que ha sucedido con el desplante de María San Gil.
El "referente moral" del PP ha dejado de ser el referente político con su salida
Las condiciones en que el PP vasco ha tenido que sobrevivir -el verbo es exacto desde el asesinato de Gregorio Ordóñez en 1995- han determinado un tipo de liderazgo de choque y resistencia, del que la propia María San Gil y su antecesor, Carlos Iturgaiz, son acusados exponentes. Pero sobre esta situación de partida, definida por el acoso de ETA a los no nacionalistas y la radicalización del nacionalismo institucional, el PP de José María Aznar levantó un edificio ideológico que ha terminado de perfilar el icono de María San Gil.
En esa construcción, la respuesta obligada al terrorismo en todos los frentes y la contención a la deriva soberanista del nacionalismo, se convirtió en una especie de credo que ocupaba todo el debate político, exagerando los riesgos existentes, y que el PP utilizó profusamente para afianzar su proyecto y maniatar al PSOE en la oposición. Sin embargo, ha sido ese antiterrorismo transfigurado en ideología -en ella ETA se convierte en causa e inspirador de todo, desde el plan Ibarretxe al Estatuto catalán- lo que ha impedido a los populares leer correctamente su derrota en las generales de 2004 y les ha llevado, de alguna manera, al actual atasco tras su digno fracaso en las últimas elecciones.
A la hora de intentar romper el aislamiento del PP, Mariano Rajoy está comprobando la dificultad de desmontar un esquema que convirtió la firmeza en rigidez y una de las posibles respuestas a aquellos desafíos, en la única aceptable. Rajoy ha podido desprenderse de algunas personas que sostenían esa doctrina (Acebes, Zaplana, Mayor Oreja,...), pero no podía prescindir de quien el partido había elevado a la categoría de "referente moral". En cualquier caso, por imprevisión o exceso de cálculo, el presidente del PP se equivocó al meter a San Gil en el equipo que debía redactar la ponencia política para la nueva etapa del partido. Sobre todo, si llegó a pensar que su presencia podía avalar un cambio en la práctica política desde el continuismo de la doctrina. La cintura y la capacidad de adaptación a las nuevas circunstancias no suelen atributos de los símbolos.
Por impulso propio o incitada por sus mentores políticos, María San Gil le ha arruinado a Rajoy los precarios equilibrios con que acudía al congreso de junio. Pero al hacerlo y tomar partido ha quebrado también su carácter de referente por encima de cualquier otra consideración y se sitúa en el mismo nivel que los demás dirigentes populares. Su portazo desabrido desgasta a Rajoy, pero debilita al conjunto del partido, al PP vasco y a la propia María San Gil. Las consecuencias no tardarán mucho en hacerse patentes, tanto en el congreso nacional del partido, como en el convocado en Euskadi para julio, que se anuncia rodeado de crisis e incertidumbres.
Durante más de una década, la necesidad de resistir en un entorno hostil y el férreo control de Génova han dado al PP vasco un tipo de liderazgo y un discurso muy cerrados. En ellos no había cabida para la expresión de versiones más matizadas y menos espinudas de la doctrina oficial y que podían ampliar el ámbito de influencia del partido en la sociedad vasca. Esas voces reprimidas, o que hablaban bajo para no parecer tibias ni sospechosas, van a hacerse oír en cuanto perciban que el referente moral que es la presidenta del partido ha dejado de ser el referente político en Génova y en el País Vasco.
Es muy probable que en los próximos días se muestre un PP vasco mucho más diverso en sus acentos que el bloque monolítico que hemos conocido hasta ahora. Aunque también será de mucho más difícil control. Al dar ese paso, el símbolo María San Gil ha bajado al terreno raso de la política, donde los codazos y empujones están a la orden del día. Cuando los sufra, no podrá reclamar el pedestal perdido.
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