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Análisis:Un revolucionario del arte del siglo XX
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Robert y Jasper, increíbles Matson Jones

Estrella de Diego

Cuando Robert Rauschenberg expuso una de sus obras más notables, Peregrino, algo fundamental estaba a punto de ocurrir; algo semejante a cierta inesperada revolución del arte del siglo XX, aunque quizás entonces sólo a medias lo intuyeron quienes se tropezaron con aquella obra irónica, contradictoria en apariencia, subversiva.

Sí, se trataba de una obra radicalísima, con aquella silla real colocada sobre una especie de lienzo, atravesada luego por unos brochazos que la emparentaban -peligrosamente- con demasiadas cosas del pasado inmediato. ¿Era esa silla parte del plano pictórico? ¿Era importante que lo fuera? ¿O se había desbordado, desbocado para siempre y daba igual?

Porque de repente se desvelaban vínculos insólitos con la llamada Escuela de Nueva York, los chicos poderosos y potentes de la escena neoyorquina del momento, esos artistas que -dicen las malas lenguas y ellos cuentan- bebían hasta caer redondos -o caían redondos tras el puñetazo de algún compañero de juerga y de taller-.

En su obra todo aparece mezclado, sin jerarquías: lo alto y lo bajo
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Un maestro abstracto, pop y confuso

Qué extraños los brochazos de Rauschenberg, remedo divertido -a punto de echarse a reír- de las pinturas tan masculinas -tan picassianas- de la generación de Pollock; trazos que imitaban la pasión en una silla manchada sobre la cual el pobre peregrino, agotado tras su viaje, no podía llegar a sentarse.

O se sentaba corriendo demasiados riesgos: ponerse perdido de pintura, ser expulsado del museo serio donde se prohíbe siempre tocar.

También Jasper Johns, amigo y cómplice de tantas batallas, había planteado un guiño a la pasión desaforada de los expresionistas abstractos en otra obra mítica y no menos corrosiva: Dos pelotas. "Hay que pintar con dos pelotas", dicen que decían los chicos fuertes del expresionismo. Y Johns colocaba sus pelotitas, elegantes y solitarias, en medio de un mar de fingidas pasiones y trazos falsos desenfrenados.

La noción de fuerza, el significado de genio, habían dejado de ocupar el lugar que les había asignado el crítico Clement Greenberg, obsesionado por la "purificación" del arte y relator oficial del mencionado expresionismo abstracto.

Las cosas habían cambiado demasiado -o estaban a punto de cambiar, que viene a ser lo mismo- en aquellos últimos cincuenta, a pesar de recurrir a veces al disimulo, camuflándose los dos amigos tras el seudónimo Matson Jones para sobrevivir a través del escaparatismo, tratando de disimular sus vinculaciones con la llamada baja cultura. El mundo iba a dar un tremendo vuelco que recibiría nombres diferentes: desde pop hasta revolución.

Ésa fue desde el principio una de las pasiones de Rauschenberg: la vida cotidiana, lo cotidiano moderno, lo que se iba viviendo y que había que atrapar para que no se escapara. Viajes a la Luna, botellas de coca-cola, el magnicidio del joven Kennedy... El presente se apoderaba de sus obras, recortes de revistas ilustradas, remedos de la publicidad o la noticia. Hasta falsos recortes, igual que fingidos los brochazos arrojados sin mesura, en una producción artística cada vez más difícil de catalogar, a punto de ser una escultura. O una pintura. O todo lo contrario.

Y junto a estos recortes de lo cotidiano, las reproducciones de los grandes maestros: Velázquez, Rembrandt... Mujeres con espejos que, bien visto, no distan tanto de las bellezas modernas que se exhiben entre las páginas satinadas. Todo aparece mezclado, sin jerarquías: lo alto y lo bajo. Lo bajo elevado y lo alto, más alto si cabe; sumergido, en el fondo, el proyecto de este maravilloso artista americano, en una especie de insólito cuaderno de notas, diario de bitácora, juego autobiográfico porque, como dijera la escritora estadounidense Gertrude Stein, en el fondo hablar de uno mismo es sin remedio hablar de un momento histórico específico, de una generación entera.

Ahora, a punto de dejar que aquel tiempo esencial para comprender la modernidad se escape para siempre, se piensa cómo las propuestas de Robert Rauschenberg fueron capaces de abrir un largo recorrido que siguió la generación posterior, incluido Warhol, cuyo camino había sido allanado por los increíbles Matson Jones; ese camino que pisamos todos hoy al barajar territorios antitéticos que se encuentran, cómodos, en algún lugar de la senda del peregrino que se sentaba aquel día en la silla inesperada, aún a riesgo de marcharse o ser expulsado del museo.

El mundo estaba entonces a punto de dar un vuelco que recibiría, más tarde, nombres diferentes: desde pop hasta revolución. Ahí, entre el pop y la revolución, recordaremos a Robert Rauschenberg. Tal vez, más cerca de la revolución.

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