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Columna
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Aggiornamento

Vienen a cumplirse 200 años del levantamiento más o menos popular, pero con bendición eclesiástica, contra los invasores napoleónicos. El levantamiento, según la historiografía más fiable, supuso, además de la guerra contra el francés, una guerra civil hispana entre partidarios del Antiguo Régimen absolutista y los afrancesados. Estos últimos, el pintor Goya entre ellos, se oponían a la barbarie de la guerra y la invasión, pero no a la clarividencia de la Razón del siglo XVIII que le abrió el camino a la modernidad en la llamada civilización occidental. Durante la contienda que se inició en 1808, apareció entre la resistencia baturra a los gabachos la letrilla popular de una jota que llegó hasta nuestros días: "La Virgen del Pilar que no quiere ser francesa, que quiere ser capitana de la tropa aragonesa". Con esa letrilla iniciaba el hispanista Pierre Vilar su breve aunque sustanciosa introducción a la historia de la España contemporánea, una historia que fue, durante el siglo XIX y gran parte del XX, unas confrontaciones muchas veces sangrientas entre el oscurantismo irracional del Antiguo Régimen absolutista y los intentos por avanzar por la senda de la modernidad: la irracionalidad nos explica que la Virgen, hebrea de nacimiento, es de todos los creyentes sea cual sea la advocación con la que se la venere. En la contienda, cruenta en muchas ocasiones, entre la irracionalidad antigua y la razón moderna, las potestades eclesiásticas, con honrosas excepciones, se pusieron en el lado de lo antiguo; y eso fue hasta hace casi 50 años, cuando en los círculos de la jerarquía católica y en el Vaticano se empezó a hablar del aggiornamento, término italiano que se utilizó para referirse a la actualización o modernización de la Iglesia Católica en métodos o ideas, sin dejar de ser creyente y católica.

Pero ese proceso de actualización y modernización que impulsó el beato Juan XXIII, de origen labriego y humilde, parece que se viene puntualmente abajo por estas tierras bastante católicas y valencianas. Acaban de finalizar las celebraciones primaverales, festivas y devotas, con que numerosísimos castellonenses veneran a la Virgen bajo la advocación de Lledó -almez en castellano-; durante las mismas, y en solemne y pontifical liturgia, el cardenal de Valencia Agustín García Gasco ha propuesto -se supone que al Consistorio municipal- distinguir a la Mare de Déu de Lledó con el título de alcaldesa honoraria de la capital de La Plana. Volvemos a la guerra contra las fuerzas multinacionales de Napoleón y a nacionalizar -de forma patriotera y local- la veneración a la Virgen por sus piadosos devotos, digna del respeto de todos los ciudadanos, creyentes o no.

Ese tipo de propuestas nos remiten a la política del altar y el trono, de mezclar lo divino y lo humano con Dios sabe que fin cuando ya nos creíamos aggiornados, es decir, lejanos en el tiempo del absolutismo y la irracionalidad que imponía fajines de generales a la Virgen del Pilar o al sevillano Cristo del Gran Poder.

No es de extrañar el hecho de que hasta el mismísimo gobierno municipal de Castellón de tinte conservador se haya mostrado sorprendido por la propuesta. La oposición local socialdemócrata y el edil del Bloc han venido a coincidir en que ese tipo de propuestas no son pertinentes en boca del prelado purpurado. Y hasta el concejal de Ermitas, cantos de la Lledonera y devoto manifiesto de la Virgen, Miquel Soler, ha hablado de no perder la cabeza y mirar en esos casos, poco aggiornados de buscar el consenso de toda la ciudadanía. Sería una fórmula para no regresar bruscamente al 1808.

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