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Columna
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El laboratorio de la regresión

Josep Ramoneda

La derecha italiana se ha soltado el brazo. Berlusconi, fiel a sus bravuconadas, ha hablado del retorno de las falanges a Roma, como si el fascismo fuera un episodio divertido de la historia de Italia. Alcaldes de la nueva mayoría -el de Treviso, en una entrevista en este mismo periódico- alardean de que su política sigue los valores del fascismo y del catolicismo. El saludo fascista irrumpe en las celebraciones de los vencedores. El desprecio a la libertad de expresión y a la separación de poderes es el pegamento que une a los diversos grupos de la mayoría berlusconiana. El odio a los perdedores -sea la gente del Sur, sean los inmigrantes- es el alpiste espiritual con el que la Liga y los posfascistas motivan a sus ciudadanos. Con todo este repertorio no hay ninguna duda de que el culto al dinero y la insolencia se han adueñado de Italia. Lo más grave, sin embargo, es la impunidad. Años atrás estos políticos gritones que creen que el mundo es una pelea de machos no habrían osado dejar rienda suelta a sus ocurrencias racistas, xenófobas y fascistas. Sabían que la opinión pública lo hubiera rechazado: la memoria del fascismo y del nazismo estaba viva. El antifascismo era el lugar común contra el que se habían construido los regímenes de posguerra. El fascismo sólo tenía sitio al margen del sistema. Ahora, en una Europa en la que la globalización toma, entre otras, la forma de inmigración masiva, el racismo, la xenofobia y el fascismo son los materiales con los que se teje el discurso populista. La izquierda y la derecha liberal tienen buena parte de culpa, por tener demasiado miedo a los miedos de la gente. Y por encogerse a la hora de defender los valores básicos de respeto igual a todos y de reconocimiento al otro.

La ley no la hace el último que llega, sino todos los que están aquí. Y todos tienen la obligación de cumplirla

Sarkozy no tuvo reparo en la campaña electoral francesa en pisar todas las líneas rojas del fascismo y la xenofobia. La coartada era el lepenismo: se trataba de dejarle sin discurso. Mal negocio si para liquidar al lepenismo se tiene que asumir su miserable cultura del odio al extranjero. En España, la derecha enseñó los dientes al hablar de inmigración en la campaña electoral, con exigencias no por ridículas menos preocupantes sobre las costumbres de los inmigrantes. Su rechazo a la ley de memoria histórica no podía disimular un intento de blanquear el franquismo e igualar la legalidad fascista y la legalidad republicana. Algunos dirán que en una sociedad democrática no hay espacio para los tabúes. Y que es bueno que la gente diga lo que piensa. Al fin y al cabo, el racista sólo se perjudica a sí mismo, porque, como decía Aimé Césaire, al querer reducir a la animalidad a una parte de la especie humana no hace más que animalizarse a sí mismo. Pero una sociedad democrática requiere un mínimo de valores compartidos y entre estos no caben el racismo ni la xenofobia, que son contrarios al reconocimiento mutuo en que se funda una sociedad en la que todos deberíamos tener iguales derechos.

Más bien a lo que estamos asistiendo es a una perversión de la democracia, que sitúa las opiniones de los ciudadanos por encima de los valores que la hacen posible. La derecha y parte de la izquierda justifican sus desvaríos populistas con el argumento de que es lo que la gente piensa. ¿Cuál es la función de un líder o un partido democrático: difundir los valores democráticos a asumir las bajas pasiones de la ciudadanía? Según una encuesta de las Cajas de Ahorros, en 1990 sólo el 8% de los españoles sentía rechazo por los extranjeros, hoy lo siente el 32%. Naturalmente, es el contacto con el otro el que despierta las pulsiones racistas. ¿Cuál es la función de los gobernantes: dar gusto a este 32% o demostrar que los problemas de convivencia pueden resolverse sin detrimento de los valores democráticos básicos?

¿Por qué una parte de la ciudadanía reacciona así? Por miedo y por la legitimación del etnicismo (con la correspondiente exaltación del multiculturalismo), que ha sido aceptado por la comunidad internacional como vía de resolución de conflictos, por ejemplo, en la ex Yugoslavia. Hace tiempo que el miedo viene siendo alimentado desde muchos ámbitos de poder. La inmigración y el terrorismo islamista han sido utilizados sistemáticamente -y a veces entrelazadamente- para sembrar inseguridad en la ciudadanía. Los ciudadanos temerosos son más fáciles de dominar. El etnicismo es la fantasía arcaica de la sociedad homogénea como estado natural del hombre, un sueño imposible en sociedades que ya siempre serán heterogéneas, que sólo pretende excluir del poder a unos muchos. Resultado: la calidad de la democracia está en juego. El estallido de la desvergüenza neofascista en Italia coincide con las noticias sobre un plan de la Unión Europea para deportar a ocho millones de ilegales. El presidente José Luis Rodríguez Zapatero, recién llegado al poder, hizo una regulación masiva de los muchos inmigrantes irregulares que había en España. Era a la vez un acto de realismo -mejor un inmigrante legal que uno ilegal, es decir, con derechos y obligaciones- y de reconocimiento. Desde entonces la presión de las derechas europeas ha convertido las regularizaciones en tabú. Y Zapatero se ha puesto a la defensiva. Ocho millones de personas devueltas a su país es el sacrificio que los gobernantes europeos han decidido celebrar en el altar de los miedos de los ciudadanos europeos. Tiene algo de segunda vuelta de tuerca del colonialismo. Los ciudadanos de las antiguas colonias han alcanzado el corazón de las viejas metrópolis. La respuesta son muros y expulsiones; ¿eso es todo lo que Europa tiene que ofrecer? ¿No hay nadie ni a derecha ni a izquierda capaz de defender la razón democrática?

Siempre me he manifestado contrario al multiculturalismo. Ciertamente, la ley no la hace el último que llega, sino el conjunto de los que estamos aquí. Y a ella tenemos, todos, la obligación de someternos. Las barreras que impiden la entrada son muchas y algunas de ellas ignominiosas -como las vallas de Ceuta y Melilla. Expulsar masivamente a los que consiguen entrar y hacer de ello bandera sólo puede entenderse desde una idea equivocada de la democracia que da carta de naturaleza a la demagogia, desde el recurso innoble al populismo, desde la miserable especulación con el miedo de la gente, que disimula mal la incapacidad de dar soluciones concretas a problemas concretos. El panorama es desolador: con la Unión Europea dispuesta a hacer un ejercicio de expulsión masiva propio de un sistema totalitario, lo que ocurre en Italia no es ninguna anomalía: ¿será el laboratorio de la nueva regresión europea?

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