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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Galaxia obstetricia

Comienza con una explosión. O al menos, con una deflagración. Mi esposa está echada en una camilla. Yo le tomo la mano y le sostengo la cabeza. Dos médicos hurgan en su interior. Una comadrona se encarama en su barriga. Mi esposa grita y tiembla. Los médicos la jalean, le echan porras. Visto desde afuera, parece un exorcismo.

Entonces, el niño se asoma al mundo. Primero, es sólo una cabeza. Luego los médicos tiran de ella hasta sacar un cuerpecito morado, unido al de la madre por una especie de hilo telefónico. Es el nudo que lo ata al pasado, lo último que le queda del hombre que fue. Cuando cortan el hilo, el bebé llora. La madre llora. Yo lloro. Ha llegado el fin de una época. Pero el trabajo no ha hecho más que empezar.

Mi esposa es internada en el pabellón de obstetricia. Para ella, durante tres días, el mundo comienza y termina en la habitación 407. La ventana es hermética. La temperatura es constante. Los seres humanos se materializan y desaparecen en la puerta, como si viniesen de otra dimensión. Cuando llegan a nuestra órbita, se borra toda la información sobre su vida anterior. Dejan de ser profesionales, especialistas en política internacional o doctorados en filosofía. Sólo son adoradores del niño:

-¡Me lo como entero! ¡Me lo como! ¡Me lo como!

-Oyoyoyoyoy, ¿de quién son esos cachetes?

-Es guapo, ¿no? ¡A que es guapo!

Mi hijo es el bebé más guapo del mundo. Muchos amigos míos creen que sus niños son especialmente bellos, pero el mío es objetivamente más bello. Sin embargo, evito echárselo en cara, por cortesía.

A los esposos nos está permitido cruzar el umbral dimensional. Nuestra principal labor es sacar las flores. Todo el mundo nos regala arreglos florales, pero está prohibido tenerlos en los cuartos. Según los médicos, es el equivalente a celebrar una verbena arrojando gases lacrimógenos en la plaza del pueblo. Exiliados de las habitaciones, los ramos se acumulan en el pasillo, junto a las puertas, y sirven para medir la popularidad de cada familia. Nuestro jardín artificial es mayor que el 409 pero menor que el 401. El aporte de mis amistades, comparado con el de las de mi esposa, es bastante mediocre. Pero el ramo que envía mi editorial es más alto que el de su empresa. Sospecho que soy un tipo insoportable, pero un buen negocio.

He asumido otra función: soy el hombre caca. Me estoy volviendo experto en deslizar el dedo bajo el elástico, pulir las nalgas diminutas con toallas húmedas y envolver el cuerpecito en un nuevo pañal antes de derivarlo al pecho materno. Sin duda, la mía no es la parte más popular del proceso. Me temo que el niño asocia a su madre con la alimentación y la vida, y a mí con las irritaciones en las ingles.

No es broma. El chico ya hace distinciones sociales y establece relaciones de poder. Durante el día, frente a las visitas, es un ángel. Apenas solloza emitiendo unos delicados gemidos que mueven a la compasión y la ternura. Incluso esboza un tic facial semejante a una sonrisa que hace las delicias de las abuelas. En cambio por la noche, sin más testigos que nosotros, se convierte en Mr. Hyde. Explota en llanto. Ataca las tetas a mordiscos. Y es insaciable.

El personal médico se suma a nuestra desgracia. Cada noche, cuando al fin logramos dormir al bebé, entra el ginecólogo. O el pediatra. Y todo vuelve a empezar. La última madrugada, una doctora surge de la oscuridad y proclama la orden de fototerapia. En cumplimiento de la sentencia, una esbirra vestida de rosado desnuda al pequeño, le cubre los ojos y lo coloca bajo una luz intensa que inunda el cuarto. La imagen recuerda al potro de la Inquisición. Nuestro sueño se derrumba entre la claridad y los alaridos. El bebé llora. La madre llora. Yo lloro. Pero da igual. En la galaxia obstetricia sólo hay un dios y un amo. Sé que mañana por la mañana, con los rostros hinchados y las ojeras a la altura de las rodillas, papá y mamá nos asomaremos a su cunita, sonrientes y babeantes, y rezaremos: "Oyoyoyoyoy, ¿de quién son esos cachetes?".

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