El 'rap' de Napoleón y los fusilados
Acróbatas, fuegos artificiales y más de 100.000 personas en el espectáculo de La Fura
"¡Qué desde ahí no se ve nada!", insiste un hombre tratando de levantar a su mujer del bordillo de la acera. Aún quedan diez minutos para que comience el espectáculo. Pero se intuye que, entre tanta grúa, vallas, policías y una multitud de miles y miles de cabecitas oscilantes que cercan el escenario, no va a ser fácil seguir el desarrollo del colosal montaje de La Fura dels Baus recreando los acontecimientos de mayo de 1808. "¡Qué sí se va a ver, que es todo por los aires!", replica la señora renuente a levantarse. Los dos tenían su parte de razón: los acróbatas surcaron el cielo sujetos a dos enormes grúas, pero no se les veía muy bien desde muchos puntos.
Suenan tambores. Una chicharra electrónica misteriosa y muy repetitiva. Pero no se ve nada. Todavía es de día y los reflejos de lo que ocurre en el escenario, tapado por un ángulo imposible desde el paseo del Prado, no se aprecian bien en la pared de la Casa de América, que funciona a modo de pantalla para los apostados en esa perspectiva.
"¡Vaya tontería!", dice una adolescente. La luz sigue siendo pálida en Correos, un halo azulado. A veces, morado o verdoso. De repente, un individuo asciende en vertical desde el suelo hasta el cielo. "¡Hala!", exclama una muchacha peruana tapándose la boca. Qué susto. Suena La Marsellesa después de que un francés plasmara con su discurso la dominación.
Unos acróbatas reman dentro de una noria. "¡Ay!". Una ráfaga de petardos precede al fuego. El Palacio de Correos se enciende con antorchas. Un chaval con rastas comenta que se encuentra mal. "Veo mal, me mareo". Tiene que acercarse a la furgoneta del Samur. "Eso va a ser por el humo de los cigarrillos", diagnostica una mujer con acento catalán.
Mientras tanto, el pueblo de Madrid insurgente cruza Cibeles con sus antorchas encendidas. Una niña de tres años, sujeta al cuello de su padre, se tapa los oídos.
En ese momento, Francisco de Goya, Fernando VII y Napoleón, el emperador, levitan sobre el cielo metidos en una jaula. A ras de suelo, Doña Leticia y el Príncipe Felipe piden permiso a la gente para acercarse al escenario. Están en la calle, moviéndose con dificultad -junto a cerca de diez escoltas de cabello escaso y pinganillo presto en la oreja- entre los ciudadanos que asisten a un acelerado rap de Napoleón: "¡No se di-ce-rey. Se di-ce-Roi!". Napoleón, inspirado, prosigue con sus rimas sincopadas: "Je suis Bonaparte, el que parte y reparte. Corona y paella para Pepe Botella".
La princesa comenta algo y el príncipe asiente. Hace algo más de una hora estaban vestidos de gala en Móstoles. Ahora llevan vaqueros. Al final, se frenan cerca de una de las enormes grúas y se quedan allí, en medio del torbellino de espectadores, que lanzan miraditas pero ni aplauden ni hacen fotos ni comentan nada en voz alta.
Los prisioneros, "ningún noble, ni los burgueses", están dentro de la rueda. Una mujer vestida con los pantalones marrones y el blusón de aquel fusilado de Goya con bigote que extiende los brazos, canta una especie de aria. "¡Desde luego, qué bonita es la historia!", exclama Rosa, ecuatoriana, cerca de uno de sus hijos, tocado con una gorrita y vestido con un chándal azul.
La música suena a difuntos. Truenan los petardos. Y un equilibrista -"que sí, gírate, que está llegando a la sede del Ayuntamiento"- atraviesa toda la calle de Alcalá sobre un alambre. Silencio. Parece que lo va a conseguir. Los aplausos de los que tienen mejor ángulo de visión, sus suspiros de alivio, avisan a los demás de que el funambulista, que representaba a Fernando VII, ha llegado sano y salvo a la cornisa de Correos.
En ese momento, del cielo cae un racimo de gente colgando. Simulan estar muertos. Unas palabras recuerdan a los fusilados. Después, la luz intenta imitar el clarear del amanecer y más de un centenar de gorrioncillos empiezan a volar en círculos sobre las torres del Palacio de Correos.
Los pajarillos se marcharon. No son sus horas habituales. Eran ya cerca de las diez y media de la noche. Entonces, emergió una enorme marioneta de color dorado que se movía en círculos por el cruce entre Alcalá y el paseo del Prado. Simboliza la Constitución que aprobaron las cortes de Cádiz en 1812. "¡Viva la Pepa!", empieza a repetirse desde la megafonía. Un vítor que resuena durante más de cinco minutos, mientras los cámaras de televisión persiguen con sus reporteros a todos los niños que tienen a tiro para preguntarles cosas del 2 de mayo. Cosas que no parece que sepan contestar.
La voz recordó algunos de los artículos de aquella carta magna. Ninguno casual. Citó, por ejemplo, que la nación española es libre e independiente. También que los ciudadanos extranjeros con carta de ciudadano debían tener todos los derechos. Entre las más de 100.000 personas que descoyuntaban el cuello había muchos ciudadanos con aspecto de darse por aludidos.
La noche se cerró con una espesa concentración de banderas blancas y una advertencia: "Que sigan las palabras y que calle para siempre la pólvora". Punto final. Lo que empieza a sonar son las bocinas. Toda la zona es un monstruoso embotellamiento.
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