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Reportaje:El Dos de Mayo: la herencia gastronómica de Francia

Pucheros más castizos que afrancesados

La huella del invasor influyó más en las formas que en la cocina del XIX

Rosa Rivas

En 1808, París era capital gastronómica. Madrid era la capital del garbanzo. En París ya existían restaurantes, campo de acción de los cocineros que la Revolución había sacado de los palacios y cuyos platos con nombres rimbombantes seguían las recetas de maestros como Antonin Carême o Brillat Savarin. En Madrid, tanto en casas nobles como en tabernas, triunfaba el cocido: humilde (legumbre y verdura) o adornado con principios (entrantes de carne o pescado previos a la sopa).

A mediados del siglo XIX, cuando ya se habían marchado los invasores, surgió el afrancesamiento culinario y nació (en 1839) el primer restaurante de la capital, Lhardy, en la carrera de San Jerónimo.

Pero aunque en la carta de Lhardy -fundado por el cocinero hijo de suizos Emilio Huguenin- aparecieran nombres como puré chasseur, aguiles financieres o roastbeef aux legumes, sus platos estrella eran símbolos del paladar castizo: el cocido y los callos, como hace notar el sociólogo Lorenzo Díaz, autor de varios libros sobre la gastronomía madrileña, entre ellos Bodegones, mesones, fondas y restaurantes (Premio Nacional de Gastronomía). "El cocido era el plato de referencia y la despensa de Madrid era manchega, con productos y costumbres de arrieros y transeúntes: gachas, pistos, pepitorias..., regados con vino de Valdepeñas", destaca Díaz.

Tanto en las tabernas como en casas nobles triunfaba el cocido

Los obreros, madrileños y foráneos, llevaban sus hatillos al lugar de trabajo y comían en las tabernas. Iban ellos y ellas: "Los castizos acudían con sus manolas a las botillerías", añade Díaz. En las verbenas y romerías (por supuesto, la de San Isidro) "el humo de las fritangas se mezclaba con los gritos de vendedores de atún escabechado", relata en Comer en Madrid el crítico gastronómico Carlos Delgado, que también destaca las penurias. En la ciudad hubo hambrunas (en 1803 y 1812) y turbamultas por el precio de los alimentos, sobre todo del pan. A finales de siglo llegarían incluso al mercado fraudes alimenticios.

Los burgueses tenían su pequeño paraíso gourmet -en este caso sí emulando a Francia- en fondas y cafés, donde los ilustrados hacían sus tertulias. El cronista Mariano José de Larra, hijo de un médico afrancesado, habla en su libro El castellano viejo de la comida de un burgués madrileño y cita el cocido, la ternera mechada y el "fresco" (pescado que traían los maragatos a la Villa y Corte).

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"Linda fonda: es preciso comer de seis a siete duros para no comer mal", dice Larra de Genieys en un artículo de 1833. Precisamente en Genieys (en la calle de las Infantas), el 1 de mayo de 1808 el capitán de artillería Luis Daoíz retó a duelo a tres oficiales franceses. El literato salvaba Genieys a pesar de no tener "ni un mueble elegante, ni un criado decente, ni Burdeos ni Champagne", pero servían croquetas, asados y chuletas a la papillote. Los Dos Amigos y otras fondas le parecían aún peor: "Mantel y servilletas puercas, vasos puercos, platos puercos y mozos puercos".

Pese a los remilgos de Larra, hubo fondas que alcanzaron pedigrí en el Madrid del siglo XIX, como Tournier (en la calle Mayor), La Perona, La Fontana de Oro, Fornos, La Fonda Española (muy nombradas por Galdós) o la Fonda de San Sebastián...

"Los franceses son glotones e influyen en los hábitos de comida (banquetes, protocolo, vestimenta). La cocina se revaloriza como manifestación diplomática y cultural", comenta Delgado. En este punto precisa la titular de Historia de la Universidad Complutense Milagros Fernández Poza cómo "las clases intermedias (industriales, funcionarios, comerciantes, agricultores con posibles) utilizaban las fondas como el catering de hoy". Allí iban para sus fiestas y celebraciones familiares. "No había etiqueta, ni cubertería, mantelerías o menajes como en las casas de la nobleza suntuaria".

Esas clases emergentes hallarían en Lhardy su rincón de glamour. Como refiere José del Corral en La vida cotidiana en el Madrid del siglo XIX, inició la moda de escribir los menús en francés y abrió una senda del lujo (restaurantes y hoteles) en torno a Sol y Alcalá.

La dieta madrileña

- Garbanzos. Esta legumbre alimentaba a todas las clases sociales y era la base del popular cocido. Fernando VII lo comía a diario.

- Callos y pistos. Las vísceras eran un manjar. Como las pepitorias, pistos y gachas. De la huerta madrileña: fresas y espárragos (Aranjuez), melones (Villaconejos).

- Bacalao. No faltaba en las mesas el pescado: en salazón o fresco (había "pozos de nieve" en la ciudad).

- Fritangas y escabeches. Buñuelos, rosquillas y escabeches eran consumidos en tabernas y romerías.

- Vino de Valdepeñas. Los madrileños, más dados al vino que su criticado gobernante Pepe Botella, bebían caldos manchegos y de Arganda o Navalcarnero. El aguardiente, de Chinchón.

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Sobre la firma

Rosa Rivas
Periodista vinculada a EL PAÍS desde 1981. Premio Nacional de Gastronomía 2010. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense. Master en Periodismo Audiovisual por Boston University gracias a una Beca Fulbright. Autora del libro 'Felicidad. Carme Ruscalleda'. Ha colaborado con RTVE, Canal +, CBS Boston y FoolMagazine.

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