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Columna
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¿Miedo y asco en el metro

El viejo metro era un espacio mugriento, ruidoso, mal iluminado e inseguro, que olía a sudor y a humo en los pasillos y en los andenes, aunque no dentro de los vagones donde, según rezaban explícitos rótulos, estaba prohibido fumar o llevar el cigarro encendido, precisión añadida por si algún fumador se quería pasar de listo. Fumar dentro de los vagones atiborrados en las horas punta hubiera resultado físicamente casi imposible y además un doble atentado contra la salud pública por la inhalación de humos y por el riesgo de abrasión de las brasas. La mugre la ponían los mil y un desechos que alfombraban los suelos, colillas y paquetes de tabaco, tiques usados, envoltorios de chicles y caramelos, mondas de fruta y cáscaras de pipas. La inseguridad corría a cargo de carteristas de dedos ágiles, modales amables y caras de no haber roto nunca un plato, y de acosadores sexuales, sobones les decían, depredadores furtivos a la caza de senos y de nalgas prominentes y propicias.

Quién vigilará a los que nos vigilan? ¿Quién nos protegerá de los que nos protegen?

Aunque en la mitología machista de la época corriera el burdo rumor de que existían mujeres viciosas que buscaban las aglomeraciones intencionadamente para ser sobadas sin compromiso, lo cierto es que el chasquido de las bofetadas y las protestas verbales a voz en cuello de las afectadas sonaban habitualmente como música de fondo en los vagones donde no había espacios reservados para discapacitados sino para caballeros mutilados y con lo de caballeros quedaba implícito que las plazas eran para solo para los mutilados del bando de los vencedores: en el lenguaje de la calle se hablaba de caballeros mutilados y de jodíos cojos o jodíos mancos, según en que trinchera se hubiera producido la sensible pérdida.

La fauna de aquel metro que conocí de niño la formaban las ratas lustrosas y despreocupadas que correteaban bajo los andenes ignorando los recipientes de raticida colocados estratégicamente para tranquilizar a los usuarios mediante una rotulación ostentosa. Los roedores no sabían leer pero los viajeros agradecían al menos que la compañía metropolitana se implicase en la lucha contra la plaga. El metro de mi niñez era un espacio lóbrego y maloliente, las bocas de los túneles exhalaban vapores fétidos y misteriosos, eran otras tantas bocas del infierno que yo traspasaba frecuentemente en mis peores pesadillas infantiles para caminar a ciegas por sus galerías con el eco pavoroso en mis oídos de estruendosos convoyes que se aproximaban aullando con sus sirenas en la oscuridad. Unos segundos antes de que la máquina rugiente me atropellara, solía despertar entre sudores fríos.

El metro de hoy es más luminoso, más limpio y menos ruidoso, se sigue averiando con asiduidad, los carteristas finos están en vías de extinción, como los sobones, y las aglomeraciones ya no son lo que eran. En los andenes de las nuevas estaciones hay apabullantes pantallas de televisión y en los vagones una voz solícita nos avisa de la siguiente parada y nos previene para que no metamos el pie entre el tren y el andén en las estaciones en curva. En los pasillos y en los vagones, músicos de todos los orígenes, géneros y niveles amenizan la escena y la empresa organiza gratuitamente conciertos y performances auténticamente underground en vestíbulos faraónicos de moderno diseño.

El metro de hoy es más luminoso, más limpio, menos ruidoso y más peligroso que nunca, dándose la paradoja de que la mayor parte de su peligro actual lo crean algunos vigilantes contratados precisamente para servirnos y protegernos de los peligros que pudieran acecharnos. En imágenes de mala calidad y peor intención, los madrileños estamos asistiendo en los últimos días a un infame espectáculo protagonizado por individuos doblemente infames pues para cometer sus agresiones se resguardan bajo un uniforme y un contrato. No se trata de casos aislados, muchos casos aislados forman un archipiélago sumergido que acaba de emerger porque estos islotes de brutalidad que intimidan, patean y apalean a los viajeros que no son de su agrado han unido a su iniquidad la complacencia de grabar para la posteridad memoria de sus desmanes, tal vez para enseñarles algún día las grabaciones a sus hijos y nietos y que aprendan. Una actitud, la de grabar en el móvil sus agresiones, propia de esas pandillas de adolescentes descerebrados a los que teóricamente tendrían que vigilar estos guardianes de mala ley. ¿Quién vigilará a los que nos vigilan? ¿Quién nos protegerá de los que nos protegen?

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