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Columna
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La hora de Rajoy

Teníamos advertido a Mariano Rajoy de que el camino de servidumbre que emprendió después del 14 de marzo de 2004 carecía de salida. Le dijimos que la guardia pretoriana que aceptó procedente de José María Aznar a base de Ángel Acebes y Eduardo Zaplana en vez de una ayuda era una asfixia. Le hicimos señas de que el acompañamiento mediático de Jotapedro y Federico le marcaba el paso y desmentía cualquier intento de autonomía política. Pero todo fue inútil. La oportunidad del congreso del Partido Popular fue por completo desaprovechada. Todos fueron confirmados en sus posiciones jerárquicas y tanto los obispos como los alcatraces o los periodistas de cabecera entendieron que el PP estaba disponible como vehículo idóneo para dar estado parlamentario a sus maximalismos.

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En La Moncloa, los asesores áulicos en el área mediática entendieron que contra un PP exacerbado la lucha política se celebraría en mejores condiciones. Entendieron que el peor PP sería el más favorable cuando llegara el momento de confrontación ante las urnas. El público de a pie contuvo la respiración pero el escrutinio del 9 de marzo reflejó una crecida de la polarización con ventaja suficiente para mantenerse en el Gobierno. Al final, las excusas resultan como siempre inválidas. En funciones de portavoz aquella noche Pío García Escudero explicaba a la prensa el incremento de votos peperos pero terminaba por reconocer, por primera vez, el triunfo de los rivales socialistas de José Luis Rodríguez Zapatero.

Vimos la escena del balcón de Génova, el silencio subsiguiente, la salida en tromba de la orquesta mediática reclamando de inmediato la retirada de Mariano Rajoy y la decisión del líder de doblar su apuesta con equipo propio para comparecer en un Congreso Nacional convocado para el 20 de junio en Valencia. Cundió el desconcierto tras la designación de Soraya Sáenz de Santamaría como portavoz del Grupo Parlamentario Popular en el Congreso de los Diputados. Los intocables quedaban descolocados y quienes habían sido sumados como fichajes estrella a la manera de Manuel Pizarro o llamados a posiciones clave de la campaña en la coordinación del programa, caso de Juan Costa, experimentaban el vértigo de aquella expresión castiza de "agárrate a la brocha que quito la escalera".

Por la banda, en un almuerzo coloquio, Esperanza Aguirre, presidenta de la Comunidad de Madrid, se llamó a la parte y decidió "hacerle la autocrítica" al presidente del PP con su discurso del "no me resigno". Se injertó en una genealogía liberal sin citar al imposible de Antonio Segurado y se erigió en fervoroso apóstol de unas ideas cada día desmentidas en su acción de gobierno amigo de las privatizaciones de la sanidad o de la educación pero amante de instrumentar los medios de comunicación públicos disponibles. Así, la confusión subió de tono. De una parte, Mariano Rajoy reclamaba la independencia del PP respecto del periódico y la emisora a los que había seguido durante cuatro años y, de otra, Esperanza quería comparecer como renovadora mientras se entregaba al seguidismo de los que en los medios habían trazado la hoja de ruta de la derrota electoral con las interpretaciones paranoicas de las conspiraciones del 11-M.

En las filas del PP crece el sindicato de agraviados, de descolocados, que esperan su ocasión, mientras el aparato se esfuerza por llegar al Congreso con todo atado y bien atado. Esperanza maneja con desparpajo la ambigüedad calculada sobre su presentación a la presidencia del PP y gana simpatías lanzando a través de sus afines la propuesta de elecciones primarias para dirimir en su día quién haya de ser en su día candidato a la presidencia del Gobierno. Todo son invocaciones a los deberes de democracia interna que incumben a los partidos conforme a la Constitución. Las que nunca se oyeron cuando por persona interpuesta Gallardón quiso disputar a Esperanza la presidencia del PP de Madrid.

Se diría que Mariano Rajoy, al que desacreditan como continuista, en realidad está pugnando por la autonomía del partido y por la renovación, aunque lo haga sin la autoridad que hubiera podido adquirir si hubiera exhibido otro comportamiento durante la pasada legislatura. En tanto que Esperanza Aguirre ha logrado nimbarse con el aura del reformismo sin que haya sido obstáculo para ello que siga alineada con todos los maximalismos, los favoritismos a las sectas religiosas y la sumisión a los dictados de los mariachis mediáticos.

De forma que, por el momento, Rajoy es la rectificación y el reformismo mientras su rival Aguirre significaría la insistencia en el sin complejos y en las exageraciones conocidas. Otra cosa es que las percepciones públicas sean por completo inversas. En breve, la suerte de Rajoy no está echada pero esta es su hora y no puede dejarla pasar.

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