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Columna
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La Liga sin secreto

No cabe duda de que los modales están siendo algo peor tratados que de costumbre. Un preboste exige de los funcionarios que vayan con el periódico leído y las necesidades fisiológicas satisfechas. Pretensión burocráticamente justa, pero mal expresada. Ahora, el Ministerio de Defensa deja filtrar la orden de que la tropa, los mandos e incluso los asimilados civiles a su obediencia o convenio se abstengan de leer determinados periódicos deportivos durante la jornada laboral.

Me produce sonrojo que haya que incidir públicamente en estos puntos, pero opiniones muy generalizadas toman la restricción como un ataque frontal contra las libertades y el derecho laboral adquirido a la lectura de los medios deportivos, especialmente en lunes, chocando frontalmente con una de las características idiosincráticas de los funcionarios españoles: el hojeo sistemático y reposado del diario, antes de tomar el café del mediodía. También se excluyen lo que se supone satisfacción erótica y alimento espiritual de algunos camioneros, como las dobles páginas a color de hermosas ciudadanas, vestidas, a veces, con unos pendientes o una pulsera.

El terreno de juego me pareció más pequeño que en la tele, resplandeciente el césped

Ahí se repitió la excusa para adquirir el Playboy, adentrándose en la competencia del sector de los transportistas por carretera. Aunque disponen de firmas estimables, dudo que la compra de esa publicación se deba a impulsos culturales. ¿Hace bien el ministerio en corregir esas desviaciones burocráticas? Como pasa a veces, las formas desvirtúan la excelencia del propósito.

Me gusta el fútbol y, por imperativos de movilidad física, prefiero verlo por televisión. Los que vivimos solos -con o sin compañía permanente- nos guarecemos en el hogar y tenemos la vista acomodada a la pequeña pantalla, que reúne varias ventajas, aunque nos prive del alegre y colorista espectáculo de los empujones, los gritos, el retumbar incesante del bombo y las pinceladas folclóricas anejas a lo vivo y lo directo.

Hace tiempo fui invitado a presenciar un partido de fútbol en el estadio Vicente Calderón. Mi anfitrión, en aquella época, era el viejo y querido compañero Antonio Olano, entonces inmerso en tales lides, y me preguntó si pensaba ir en automóvil. Le informé de que ya no tenía coche y suspiró aliviado. "Metro Pirámides", me dijo. "Procura llegar media hora antes". Certeras y útiles instrucciones que me permitieron disfrutar de la vista maravillosa y dorada del Puente de Toledo, que merece el viaje, henchido el río por las compuertas o quizás la lluvia reciente, enmarcado en un cielo árabe y traslúcido, antes de acceder, sin mayores dificultades, al palco de honor.

Unos cuantos minutos a pie, entre tenderetes de banderolas, caramelos, camisetas, pitos, insignias, palomitas, globos y cuantos implementos parecen consumir los hinchas. Una riada gesticulante se encaminaba hacia las gradas. Por allí pasaba de todo, incluso el energúmeno homicida que apuñaló al desprevenido partidario del equipo visitante.

Bien señalizada la puerta de acceso, eficaz el filtro para los invitados, ascensor, gradas convertidas en confortables butacas, gentiles azafatas... En fin, todo un rosario de privilegios, que es lo que más nos gusta, aunque intentemos disimularlo. Llegué con la puntualidad del inexperto al recinto, aún desocupado, y el terreno de juego me pareció más pequeño que cuando lo presencio en la tele, resplandeciente el césped recién regado, igual que una inmensa esmeralda virgen. Imperceptiblemente, como la marea creciente del Cantábrico que va sorbiendo las arenas de la playa, son ocupados los asientos sin que cese el fuerte murmullo de miles de voces, gritos, risas y cánticos. Desde un foso imposible templaban tubas, bombos, timbales y ronca trompetería para dar el sonido de fondo de un parque jurásico.

La Liga parece decidida a favor del Real Madrid, pero los viejos colchoneros siguen luchando por cualquier primacía, aunque fuera la de no descender otra vez a Segunda División. Salen los jugadores, los de casa en primer lugar, recibidos con ovaciones, vítores y aplausos; al pisar la hierba los forasteros estalla una fenomenal bronca hospitalaria. Surgen las canciones varoniles con textos generalmente ofensivos para los forasteros. La claque ensaya silbidos y aplausos de calentamiento, para administrar a lo largo del encuentro.

Sin pausa, tras el comienzo del partido, el alboroto, la tremolina suben de tono, combinado, si procede, con la ola que, como un escalofrío, ejecutan disciplinadamente los espectadores. El secreto del fútbol, al discutible entender de quien esto escribe, está en el público, aquí protagonista de relieve que va a desfogarse, a divertirse injuriando al árbitro o a los directivos. Pasándolo en grande. El resultado y las incidencias al pormenor, ya las leerán en el Marca, ahora proscrito en ese segmento burocrático que es el Ejército. ¡Firmes, ar!

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