La sentencia (última parte)
Con el odio en el rostro camina de un lado a otro esperando que se abra la puerta donde el agente judicial pronunciará su nombre, así podrá declarar y terminar de una buena vez ese maldito juicio que ha durado cuatro años. El agente sale y no la menciona. Golpea la banca de pura rabia, entonces se aproxima a su contrincante y le grita:
-¡Por tu culpa no he visto a mi hija en cuatro años!
-No ha sido mi culpa. ¡Tú no eres una santa! ¡A ti te la quitaron por estar metida en todo lo que ya sabes!
-¡Tu padre trató de abusar de mi hija!
-¡Cállense las dos o les doy una hostia!
Empieza la trifulca. Dos mujeres se insultan y desgranan pedazos de la historia que les llevó ante la justicia. Una de ellas se aproxima a la otra y le recuerda que le romperá la cara si dice una mentira en el juicio. La otra se levanta del asiento y se le abalanza para golpearla. Los hijos las separan y, en medio del griterío, abogados y jueces cruzan sin inmutarse, al parecer, una escena cotidiana en la sala de espera del Juzgado de Instrucción y de lo Penal, en el paseo de Lluís Companys.
-¿Vas a decir que mi padre trató de abusar de ti? ¿También vas a contar lo que hacían tu madre y el tipo con el que vivía?
-¡Cállate y aléjate de mi hija o te corto el cuello!
Las dos familias se vuelven a encender, se amenazan y bufan como un toro en pleno ruedo. Se abre la puerta y se oye una vocecilla que pregunta: "¿Intérprete de chino?, ¿intérprete de chino?".
En esa misma sala otra familia espera el juicio que le incumbe. Un hombre maduro lleva la cara desencajada y con su chaqueta enrollada en el brazo agradece el apoyo que le brindan los amigos que han ido a testificar. De pronto mencionan el nombre del acusado, es su hijo, y al oírlo le grita a la agente judicial: "¡Está en la cárcel, señora!". La madre se quiebra y entre sollozos clama: "¡Lleva seis meses en la cárcel y ustedes ni se enteran!".
El caso se pospone dos meses más porque al juzgado se le olvidó sacarlo de la cárcel para que fuera a declarar. "¿Cómo se les puede olvidar algo así?", pregunta uno de los amigos. La novia no se contiene e irrumpe en llanto: "¡José no aguantará más tiempo preso!". "¿Dónde podemos denunciar esto?", pregunta otro amigo a un guardia. El policía levanta las cejas y encoge los hombros. La que responde es una anciana: "No le harán caso. Mi juicio se pospuso porque a los jueces se les olvidó citar al médico para que revisara a mi hija y certificara que está loca. ¡Es una enferma mental y tiene que estar en un psiquiátrico, no en la calle!".
La anciana cuenta que denunció por tercera vez a su hija porque trató de matarlas a ella y a la nieta. "Vivimos atemorizadas y sólo cuando esté muerta reaccionarán los jueces", reclama, y hace un ademán como quien se limpia los genitales con papel higiénico: "¡Por aquí y por acá se pasan la justicia!".
Sentada en la misma banca se encuentra la hija, obesa, con los cabellos largos y castigados; escucha a la madre y asoma la dentadura amarillenta para confesar: "Sí lo hice. Estoy muy arrepentida, pero no quiero ir al hospital. ¡Mare, sóc la teva filla! ¡Sóc la teva filla!".
Mientras tanto, una vocecilla vuelve a colarse por el pasillo: "¿Intérprete de chino?, ¿intérprete de chino?". Parece que el mentado intérprete nunca llegará.
La ira de los implicados se transforma en aullido catártico, convirtiendo aquellos corredores del juzgado en confesionario involuntario, donde el litigio acontece sin haber comenzado aún el juicio.
Ante ese mar de historias, a uno se le olvida la razón que le llevaba a tan singular lugar, y entonces me cuelo en una oficina para solicitar la sentencia dictada a un ladrón reincidente que denunciamos los vecinos del Raval; desde luego, para saber si nos relajamos o ponemos doble cerrojo. La funcionaria me pide el número de expediente y me lee la sentencia: "Dos años de prisión o expulsión del territorio nacional".
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