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Columna
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Reformar la justicia: ¿un intento creíble?

Josep Maria Vallès

La nueva legislatura arranca entre clamores por el mal estado de la justicia y declaraciones solemnes de los grandes partidos estatales sobre la necesidad de modernizarla. La legislatura que acaba, sin embargo, no alimenta el optimismo. Los mismos actores -en el Gobierno y en la oposición- no se ocuparon seriamente del asunto, más allá de enzarzarse en querellas partidistas por controlar el Consejo General del Poder Judicial. Una institución cuya historia -según escribía acertadamente José María Ruiz Soroa en estas páginas (25 de marzo de 2008)- ha dado argumentos sobrados para su eliminación en una futura reforma constitucional. O, en términos posibilistas, para una reducción radical de su nómina casi asamblearia, de sus atribuciones inútilmente expansivas y de su centralización excesiva.

Cuesta creer que la nueva legislatura sea más productiva que la anterior, totalmente estéril en esta materia

Lo que el ciudadano reclama a la justicia de un Estado democrático de derecho es imparcialidad e independencia. Pero también le exige responsabilidad y eficiencia. Responsabilidad, porque se trata de un poder político que se debe a la ciudadanía: "La justicia emana del pueblo", afirma la Constitución de 1978. Y le pide eficiencia, porque le toca prestar un servicio de primera necesidad a quienes esperan la protección de sus derechos. No es una combinación fácil. En la propia Administración de justicia, hay quien sigue negando su carácter de servicio. Y hay también quien se resiste a admitir que en un Estado democrático todo poder ha de ser responsable.

En sus 30 años, nuestra democracia no ha conseguido que la justicia progresara al ritmo de otras instituciones, incluidas las que a primera vista aparecían como más resistentes al cambio, como las fuerzas armadas o los cuerpos de seguridad. No sorprende que la reputación de la justicia ante la opinión sea -según todos los datos- dramáticamente peor que la de otras instituciones públicas. Tal vez este veredicto social sea incluso demasiado severo, porque unos cientos de profesionales dedicados y competentes logran a duras penas que el sistema no se bloquee definitivamente.

Ello no quita que quien se asoma a la organización actual de la justicia española pase rápidamente de la incredulidad al asombro, y del asombro a la alarma. La provocan una multitud de episodios. Pero sobre todo las características estructurales de un sistema que no se adaptan a las exigencias de una sociedad avanzada: su organización territorial, la gestión -o, mejor, la ausencia de gestión- de sus recursos humanos, la debilidad de su aparato tecnológico, la obsolescencia de su funcionamiento administrativo, la precariedad de muchas de sus instalaciones, la inexistencia de evaluación efectiva de su rendimiento. Pero también y en gran medida la existencia de lo que los expertos denominan una "cultura organizativa", lastrada por la resistencia a transitar decididamente desde el siglo XIX al XXI. Con toda probabilidad, el mayor fracaso de nuestra democracia ha sido su incapacidad para transformar dicha cultura y conducir un proceso indispensable que reforzaría la seguridad económica, la cohesión social y la legitimidad política.

Hay quienes se escudan en la falta de recursos para justificar el atraso de la justicia. Se dan, en efecto, graves carencias materiales y personales que deben subsanarse. Se producen decisiones legislativas oportunistas que no tienen en cuenta su repercusión sobre el aparato de la justicia ni son acompañadas con previsiones presupuestarias adecuadas. Pero no estriba ahí la razón principal del problema. En algunos aspectos, los recursos disponibles son equiparables a los de países de nuestro entorno. Con frecuencia, reclamar más recursos personales y materiales sin una disposición real a emplearlos de modo diferente al habitual es un intento de disimular los defectos estructurales del sistema y aumentar vertiginosamente su ya notable ineficiencia.

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Hay que saber, por tanto, que los presuntos propósitos del Gobierno y la oposición pueden malograrse nuevamente por la pusilanimidad -digámoslo así- que este asunto despierta en los partidos. La inyección de más recursos producirá escasos resultados si resistencias y hostilidades corporativas impiden un uso racional de los mismos. Por todo ello, cuesta creer que la nueva legislatura sea más productiva que la que terminó hace poco, totalmente estéril en esta materia. No se avanzó en la aplicación de normas vigentes o en trámite legislativo: reformas procesales, reorganización de la oficina judicial, redistribución territorial de competencias sobre la administración de la Administración de la justicia. Y dejaron de abordarse asuntos que reclaman revisión a fondo: selección de la judicatura, papel de los órganos judiciales unipersonales, funciones de la secretaría judicial, criterios en planta y demarcación, acceso a la abogacía y asistencia jurídica gratuita, entre otras.

La agenda es extensa y compleja. Difícil de llevar a buen puerto si sólo depende de la vacilante determinación de la clase política. Sería indispensable una coalición amplia de profesionales preocupados por la dignidad y la calidad del servicio que prestan, por agentes sociales y económicos que pagan el precio de sus actuales ineficiencias y por expertos que pueden aportar experiencias de transformación en otras instituciones y servicios públicos. Tampoco debería marginarse a las comunidades autónomas a las que se imputan responsabilidades que no pueden satisfacer con sus hasta ahora exiguas competencias. Forjar esta coalición positiva -y no limitarse a propuestas legislativas o normativas- es requisito para hacer creíble el empeño de dotar al país de la justicia responsable y eficiente que necesita. Si no es así, continuará sin resultados mucha gesticulación aparatosa que encubre comodidades corporativas, intereses partidistas y grandes dosis de incompetencia.

Una apostilla de última hora. El artículo Justícia: la regla de nadie, publicado ayer, suscrito por magistrados de prestigio pertenecientes a cuatro asociaciones judiciales, es una señal esperanzadora. Si se extiende el espíritu que la anima, tal vez sea menos ardua la formación de una coalición reformista como la que reclamo en mi artículo.

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