Ingredientes singulares
Debido al control y a la seguridad que arrastra el aparato de las sociedades más evolucionadas, hemos avanzado mucho en la vigilancia y producción de alimentos, tanto, que jamás comimos tan bien como hoy día. Pero el desconocimiento del consumidor sobre cómo se produce y manufactura lo que ingiere y las crisis alimentarias acaecidas en los últimos años han provocado un alto grado de incertidumbre y suspicacia hacia los alimentos y los sistemas de inspección y fabricación.
Giramos inmersos en una espiral vertiginosa, presionados por el miedo -el mal de las vacas locas, la fiebre aviar o los anisakis- y por las instituciones que tratan de implantar protocolos y medidas que eviten nuevas crisis.
El daño secundario que esta dinámica provoca es el cuestionamiento de formas de hacer tradicionales que no se ajustan a las políticas de ausencia de riesgo que en muchos casos se ponen en práctica de manera enfermiza. Un ejemplo clásico son los quesos europeos elaborados con leche cruda, que desaparecerían de implantarse una norma alimentaria que prohibiese su elaboración. Pero hay más daños colaterales asociados a la presión del miedo y las normas como son el desuso de cientos de productos de cercanía asociados al comercio y cultura regionales que cada día se hunden en una ilegalidad más profunda. Están en crisis setas y hongos, espárragos trigueros, caracoles, fresas de bosque y prado, chipirones de anzuelo, cardillos, criadillas de tierra y trufas e infinidad de delicadezas silvestres de temporada suministradas por recolectores ociosos, jubilados y parados, gente de mar y montaña.
Son productos extraordinarios, imposibles de encontrar en supermercados por su marginalidad y volumen. Su retroceso hasta la desaparición será una regresión de la cultura de calidad y tradición gastronómicas.
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