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Columna
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Las dos Euskadis

Se trata de un acto de tanto valor que algunos tratan de evitarlo por todos los medios

Parafraseando a Machado, bien podríamos decir hoy en día aquello de "vasquito que vienes al mundo te guarde Dios, una de las dos Euskadis ha de helarte el corazón". Porque lo cierto es que cada vez se aprecia con más nitidez la línea divisoria que separa a una mayoría de la población que pone en primer término la libertad y los derechos humanos, de esa otra parte -minoritaria pero socialmente muy importante- que antepone las reivindicaciones nacionalistas y considera la violencia como algo indeseable, pero fruto, en todo caso, de una anormalidad: la que se deriva precisamente de la no consecución de dichas reivindicaciones, definidas en base a conceptos como soberanía o territorialidad.

Parecen dos mundos, dos ambientes distintos. En uno de ellos, la gente vive mayoritariamente preocupada por el día a día, sus relaciones humanas se establecen sobre la base de complicidades o intereses comunes, y el contacto con el mundo de la violencia se produce, sobre todo, a través de los medios de comunicación. Sólo de tarde en tarde, los actos vandálicos perpetrados en la calle con motivo de alguna convocatoria significativa, o el conocimiento de que el familiar de un amigo ha sido protagonista -como víctima o como verdugo- de una acción violenta o se ve obligado a vivir con escolta, acercan a la cotidianidad de algunos la persistente presencia de la barbarie.

En el otro ambiente, que también existe, la gente convive día a día con el mundo de la violencia. Se transita por calles y plazas decoradas con pancartas a favor de ETA o de sus miembros encarcelados, y en los bares se comparte el vino o el café entre personas que sólo hablan del tiempo o de deportes. Las complicidades, afinidades e intereses solo afloran -cuando lo hacen- en la intimidad del hogar, a salvo del temor que infunde la calle. En este otro mundo, el terrorismo tiene rostro, tiene boca, nariz y ojos, los del hijo de una vecina, o los del preso cuyo retrato puede verse colgado en la fachada del ayuntamiento o de la herriko taberna.

Lo que está sucediendo en torno a la moción de censura en Arrasate, más allá de los mezquinos cálculos de algunos políticos que tratan de evitarla, constituye un buen reflejo de esos dos mundos. Para unos, carece de sentido desalojar a ANV, pues su presencia al frente del Ayuntamiento es tan normal como tomar café o ir el domingo a San Mamés. Las mociones de censura, piensan, no servirán para nada, razonamiento que les reconforta interiormente pues sirve para ahuyentar el temor y la mala conciencia. Para otros, por el contrario, se trata de un acto de dignidad democrática que tiene un valor incalculable: el de educar a la ciudadanía en la prioridad de la libertad y los derechos humanos; el de contribuir a que nuestros hijos no consideren normal lo que en buena medida es fruto de la imposición; o el de ayudar a la gente a pensar por sí misma y a superar del miedo, el silencio o el temor a indisponerse con parte de su entorno.

Se trata de un acto de tanto valor que algunos tratan de evitarlo por todos los medios a su alcance. Porque saben que el día en que se restablezca la dignidad y se acabe con el miedo, los proyectos políticos se valorarán exclusivamente por lo que aporten realmente a la ciudadanía, y no por su supuesta contribución a la llamada normalización y/o al fin del terror.

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