Se amontona la labor
Ningún gestor está a salvo de que uno de sus subordinados resulte un chorizo. Es algo aleatorio que sucede cuando tiene que suceder. Pero hay una extraña lógica por la cual cuando te sale un pufo en un sitio enseguida empiezan a acumularse otros. Se trata de una lógica repetida, de suerte que cuando a una gestión o a un gobierno le cuesta explicar por qué hace las cosas y cómo está haciendo las cosas, se le amontona la labor y no da abasto a tanta mala noticia de desfalcos, corruptelas, operaciones nefastas, decisiones incomprensibles y, sobre todo, una absoluta soledad tratando de defender lo indefendible.
Lo del Guggenheim informa de que el vaso de nuestro Gobierno vasco amenaza con derramarse y con hacerlo por el flanco aparentemente menos sensible a la política: la cultura. La señora consejera del ramo, Miren Azkarate, pluriempleada como portavoz gubernamental, pasa estos días denunciando en los juzgados a sus antiguos colaboradores. Ayer fue al señor Kamio por lo del Museo Balenciaga y mañana será al señor Cearsolo por lo del museo bilbaíno. Y siendo dos casos distintos, en ambos coinciden unas prácticas que posibilitan lo ocurrido.
La colaboración de instituciones públicas con entidades privadas no tiene porqué encontrar forma jurídica en marañas instrumentales -Sociedad Inmobiliaria, Sociedad Tenedora- que parecen tener por principal objeto que no sepamos lo que se hace ahí adentro, que sólo sirven para evadir la responsabilidad de los poderes públicos al reclamarse éstos solo como un socio más en un enorme y variopinto consejo de administración. El pequeño problema es que, como en el caso del Guggenheim y del Balenciaga, los recursos públicos son la parte del león de esos instrumentos culturales, y que a sus representantes públicos corresponde asumir un protagonismo de gestión y de responsabilidad acorde con su parte del accionariado. Lo contrario es o un desfalco de un subordinado o una estafa del gestor público como tal.
El asunto deja ver cómo se privatiza la gestión cultural sostenida con recursos públicos. La opacidad en cuanto a la gestión del Guggenheim ha sido la misma a la hora de mostrar las cuentas, informar sobre los precios de compra de obras o, algo más importante aun, determinar por qué se compra una obra y no otra. ¡Son los expertos!, se dice, y como los que han de controlar lo público, desde la gestión y desde la oposición, reconocemos nuestra pequeñez al respecto de ese juicio, todo lo que nos cuenten vale. ¿Compras de una serie de un gran autor en sus días (¿y calidades?) postreros por valor de 4.000 millones de pesetas? ¡Quién dice que no! En consecuencia, expertos de todo pelo -particulares- deciden, manejando presupuestos de vértigo, mientras los representantes de lo público miran y miramos cómplices o atónitos, respectivamente. A la postre, el medio millón de euros de Cearsolo es poca cosa ante los seis millones de un mal cambio de divisas -por cierto, el asunto que ha destapado este pufo-; o ante el valor real en mercado y utilidad social de compras que, hoy por hoy, nos resulta imposible determinar a quienes estamos en la cosa de su control en nombre de ciudadanos y/o contribuyentes.
La ironía que propició la recién estrenada Ley de Museos ilustra de todo este embrollo. Al acudir a ella para que la entrada al Guggenheim fuera gratis un día a la semana, se descubrió que afectaba a todo tipo de museos vascos... menos al principal. Resultó otra vez -y van tantas ya- que el Guggenheim, la apuesta cultural más cara y exitosa del país, no era ni estrictamente público ni estrictamente privado. Vamos, que estaba al margen de la ley. Así que lo que de Cearsolo es solo un problema de retención de capitales públicos. En tres meses lo devuelve. Otras pérdidas costarán más tiempo.
Antonio Rivera es parlamentario vasco del PSE.
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