La razón de Picasso
Veo una vez más el Guernica de Pablo Picasso, pero veo, sobre todo, y no había tenido oportunidad de verlo antes, un conjunto de bocetos, estudios, retratos, que prepararon la obra y después la continuaron, como si hubieran quedado cabos sueltos, como si la fuerza dramática de ese momento terrible, de ese cráter de 1937, de los primeros meses de la guerra civil española, hubiera seguido vivo y en acción en la mente del artista. Nos encontramos con cabezas de mujeres que sostienen en los brazos a un hijo recién muerto y que son lo más dramático, lo más conmovedor, lo más desgarrado de la pintura contemporánea. Picasso captaba el grito en su nacimiento, en su raíz misma, humana y desesperada, en alguna medida inhumana.
De nuevo se habla en España de diálogo y pactos y me parece perfectamente bien
No creo que parlamentar, incluso con el diablo, sea un error
Por eso Picasso es Picasso, me digo. No hay vuelta que darle. El malagueño captó algo esencial: un drama que comenzó en España, que tuvo su expresión más aguda, evidente, escandalosa, en el bombardeo de Guernica, y que fue anunciador de una ola de barbarie que se extendió después por toda Europa, que llegó a casi todo el resto del mundo. Por momentos, los retratos y los bocetos de Picasso me hacían recordar la imprecación nerudiana: Venid a ver la sangre por las calles. Los jóvenes y los menos jóvenes, los académicos y sus familiares, pueden criticar en Neruda todo lo que quieran, pero ocurre que el poeta, como el pintor, sabían distinguir el grano de la paja. El chileno instalado en el Madrid de la guerra tenía una visión segura de lo esencial, como el otro Pablo. La inspiración a veces, en sus años maduros, le flaqueaba, la musa tenía sus etapas de somnolencia, pero las culminaciones de su poesía, sus cumbres, sus encrucijadas vitales, no se pueden negar de buena fe. Desconocerlas es un error crítico y, además de eso, un error histórico.
Después de contemplar con detenimiento el Guernica y la impresionante constelación de dibujo y de pintura que terminó por rodearlo, uno concluye que Picasso, con todos los caprichos que uno quiera, supo estar en su siglo y entenderlo a fondo. El gran cuadro, con su necesario gran formato, es un alegato feroz contra el crimen inútil, contra el bombardeo de la ciudad indefensa y la muerte de niños inocentes.
Mi visita al museo madrileño coincide con los debates parlamentarios de la investidura de José Luis Rodríguez Zapatero en su segundo Gobierno. Y la coincidencia no deja de ser significativa: la emoción de la pintura, aunque pueda parecer extraño a primera vista, no está del todo desvinculada de la reflexión política de hoy. Si la mirada de un chileno puede ayudar a ver el fenómeno de esta manera, con esta perspectiva, no estámal que así sea. Porque uno de los elementos centrales del debate político de la España de hoy, y, por lo demás, el de la España de todos estos años, es el terrorismo de ETA, y es el problema del independentismo vasco en su conjunto.
Y no olvidemos que en este prolongado y complicado asunto, en este nudo gordiano de la vida española, la ciudad de Guernica es uno de los puntos geográficos más sensibles: el lugar de la antigua tradición, de creencias que se remontan a la Edad Media, del árbol sagrado. El bombardeo por los aviones de Hitler, con el consentimiento de las autoridades del lado nacional, no era, ni mucho menos, un acto gratuito, un mero descuido. Uno, desde fuera, aunque haya leído muchos libros y escuchado muchas cosas, no se siente completamente autorizado para opinar. Pero hay una primera reflexión inevitable: el nacionalismo vasco viene de muy atrás y es el producto de experiencias traumáticas, decisivas.
Nosotros, en Chile, tuvimos a muchos exiliados de la guerra civil, pero a veces nos olvidamos que también recibimos a exiliados de las guerras carlistas del siglo XIX y a una ola de emigrantes vascos del siglo XVIII. Entramos, entonces, en una intrincada contradicción: se nos presentan fenómenos del pasado que podrían permitir entender, al menos en alguna medida, con todas las reservas imaginables, las reacciones más extremas del nacionalismo vasco. En apariencia, por lo menos: desde un examen más minucioso y desapasionado.
Pero analizamos el fenómeno del terrorismo en todas sus formas y en todas sus consecuencias, y vemos que las reacciones emocionales, de resentimiento nacional, de venganza, son perfectamente irracionales, bárbaras, ciegas: productos de una insensibilidad moral y de una cortedad intelectual. Porque ese dolor de las mujeres de Picasso, esos ojos desorbitados, esas bocas que claman al cielo, si entendemos que todo gran artista tiene en su mirada un elemento profético, de anticipación, también representan a las víctimas y a las madres de las víctimas del terrorismo etarra y, si es por eso, a las de cualquiera de los terrorismos contemporáneos. Una cabeza de mujer arrasada, destruida por un dolor incomprensible, de la mano de Picasso, es el equivalente de la fotografía contemporánea de Ingrid Betancourt deprimida hasta la médula de su espíritu y encadenada en la selva colombiana. La denuncia de Picasso, ahora, se lee con otros ojos y sobre la base de otra experiencia histórica. Y toda expresión artística tiene que mirarse así: para nosotros, los de ahora, y para nuestra circunstancia. Además, hay que mirar con profunda atención al Picasso del dolor desgarrado, de la rabia, sin olvidar nunca al otro: el del hombre que lleva un cordero, el de la noble cabeza de un luchador por la paz. Así se enriquece el sentido del Guernica, y también, con el permiso de ustedes, el de España en el corazón. A partir de esta doble o esta triple lectura.
Sigo, entretanto, el debate de la investidura parlamentaria y me quedo, después de haberme asomado durante tan largos años a la vida española, con una sola impresión, impresión, eso sí, más o menos clara. El Gobierno anterior fue de acritud generalizada, de recriminaciones mutuas que no terminaban nunca. A veces tuve la impresión de que la España del consenso, la que conocí y celebré en los años que siguieron a la muerte de Franco, la que después inspiró en una medida no menor la transición chilena, se había terminado. El Gobierno intentó negociar con la ETA y no consiguió resultados. No creo, por mi parte, que parlamentar, dialogar incluso con el diablo, sea un error en sí mismo, de por sí. Al fin y al cabo, los ingleses y los irlandeses lo hicieron y consiguieron resultados importantes. El error, quizá, consistió en negociar sin tener una retaguardia férreamente unida, negociar en medio de la recriminación, de la acritud de que hablaba antes.
Ahora la palabra consenso se escucha de nuevo con frecuencia, y parece que todos, tirios y troyanos, se han puesto pactistas de la noche a la mañana. A mí me parece perfectamente bien. No hago cálculos desabridos sobre la parte de táctica y la parte de convicción que interviene en todo esto. Se vislumbra en algún lado la síntesis de las mujeres con los hijos muertos, del hombre del cordero, de los arlequines. Y me quedo con la impresión vaga, pero reconfortante, de que ha ganado la partida Pablo Picasso.
Jorge Edwards es escritor chileno.
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