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Columna
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Multicrisis y políticas de talla única

Joaquín Estefanía

La cumbre de los responsables de Economía del G-7 y las asambleas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM) del pasado fin de semana han sido testigos de la acumulación de dificultades económicas de distinta naturaleza que hoy agitan al planeta, y que configuran una coyuntura muy complicada e inédita en los últimos tiempos. En la misma, los elementos están tan relacionados que es cada vez más difícil identificar la etiología y separarla de sus consecuencias más inmediatas.

Así, confluyen las turbulencias financieras motivadas por las hipotecas de alto riesgo con una inflación alimentaria que afecta a la supervivencia de muchos ciudadanos del planeta, y con un crecimiento espectacular del precio del petróleo y la volatilidad de los tipos de cambio de las principales monedas. Ha vuelto al lenguaje económico la estanflación (crecimiento lento y aumento de la inflación) que se puso de moda a mitad de los años setenta del siglo pasado, con la primera crisis del petróleo: la crisis financiera ha reducido las expectativas de crecimiento económico y la crisis alimentaria ha avivado el aumento de los precios. Frío y calor al mismo tiempo.

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El FMI ha calculado unas pérdidas de casi un billón de dólares (600.000 millones de euros) relacionadas con las hipotecas locas, una cifra que multiplica por cuatro las que la banca ha reconocido hasta ahora, lo que hace pensar a los analistas más pesimistas que lo peor está aún por llegar: hasta ahora, las distintas entidades bancarias han anunciado pérdidas por valor de 147.000 millones de euros. Estas turbulencias se están trasladando con rapidez a la economía real, básicamente a través del parón del crédito, y todas las organizaciones multilaterales y servicios de estudios privados revisan una y otra vez a la baja los porcentajes de crecimiento del PIB.

Las dificultades son muy otras en países como Haití, Camerún, Egipto, Senegal o Indonesia, donde el principal problema es el hambre. La agencia de alimentación y agricultura de la ONU ha pronosticado que la factura de los cereales puede subir un 74% durante el año en curso en algunos de los países más pobres del mundo, y que si los Gobiernos no dan pasos para frenar el alza del precio de los alimentos, habrá hambre y malestar social que desembocará en disturbios. En las asambleas del FMI y del BM, los participantes centraron sus críticas en los biocarburantes, combustibles obtenidos a partir de materias primas vegetales, acusados de ser el principal agente de la crisis alimentaria al causar el alza de materias primas básicas como el arroz y el trigo. El BM entiende que la inflación generada a través de los alimentos tiende a convertirse en estructural, ya que, al margen de los biocombustibles, el encarecimiento es debido a una suma de factores entre los que se encuentra el régimen de alimentación de los países emergentes (más ingresos por persona se traducen en más comida, más carne y más necesidad de grano para alimentar al ganado), las sequías motivadas por el cambio climático, las dificultades a la hora de incrementar las reservas y la oferta alimentaria... Problemas de oferta y de demanda. El presidente del FMI, Dominique Strauss-Khan, declaró que los aumentos de los precios alimentarios han eliminado de un plumazo los avances en la lucha contra la pobreza contenidos en los Objetivos del Milenio de la ONU: "Hemos retrocedido siete años en apenas unos meses".

Una de las enseñanzas de estas asambleas es que se han acabado las políticas de talla única, tan cercanas a la ortodoxia tradicional del Fondo y del Banco Mundial. Cada región del mundo escoge sin complejos el desequilibrio más grave de su economía y adopta las políticas económicas más convenientes para eliminarlo. Mientras EE UU ha elegido volver a la senda del crecimiento aun a costa de más inflación, la política monetaria del Banco Central Europeo persiste en combatir el descontrol de los precios antes que fijarse en los estragos de la desaceleración en la vida cotidiana de los ciudadanos. Unos y otros, americanos y europeos, deberán contribuir a un fondo para que las poblaciones más afectadas de los países pobres puedan comprar los alimentos hiperinflacionados.

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