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Columna
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Dejen paso a la Cibelina

A veces las estatuas se ponen chulas o respondonas, pero con clase. Éste es el caso de la Cibelina, pequeña efigie de la diosa Cibeles que, ubicada en el centro de Getafe, se está convirtiendo, gracias al fútbol, en una de las estatuas más activas de la Comunidad de Madrid y de España. Pequeña, sí, pero matona. Neptuno y Cibeles andan con la mosca detrás de la oreja, aunque, de momento, están entusiasmados con la niña.

Se comprobó el otro día en el partido contra el Bayern de Múnich. Cuando el Getafe empató y dejó con dos palmos de narices a Beckenbauer (¿o era Schopenhauer?), todos los bares de Madrid (colchoneros, merengues, peripatéticos, pasotas o inclasificables) estallaron de júbilo. La gente saltaba enardecida, se besaban los novios, se abrazaban los camareros, aplaudían con fervor los punkis y las abuelas.

Hacía tiempo que no disfrutábamos aquí de una gozada colectiva multitudinaria de este calibre. El balompié depara en ocasiones momentos inolvidables de alegrías globales. Gracias, Getafe.

La Cibelina, como otras muchas estatuas, ha tenido vida azarosa. Las estatuas tienen la cara muy dura (condición imprescindible para ser efigie), pero no carecen de sensibilidad, no les gusta que las muevan ni que les toquen la paciencia. A la Cibelina no la han movido, pero la han aliñado de forma errática. Hay quien dice que parece un pastelón, una tarta de boda. Han hecho con ella algo que atenta directamente contra la personalidad de la diosa: convertirla en un remedo escalofriante del monumento a Cibeles en el corazón de Madrid (y del Real Madrid). A las estatuas les está prohibido hablar, pero la Cibelina está bramando por dentro. Éste es buen momento para que se haga justicia con esa entrañable diosa. Gracias a ella, ya sabe Schopenhauer dónde está Getafe.

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