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Columna
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SMS de Azcona

Vicente Molina Foix

Antes de conocerla, Madrid fue para mí un ente de ficción, una criatura del aire que Rafael Azcona insuflaba en lo que escribía. Estamos en los primeros años sesenta del siglo pasado y yo soy un adolescente con inquietudes religiosas que lee, pese a vivir en "la millor terra del món"; también en Alicante voy al cine, colándome -gracias a un pase de favor que mi padre tenía por su trabajo en la Administración del Estado- en películas que a mis compañeros de colegio les estaban prohibidas. Empiezo a tener mis primeros deseos, mis primeras ideas no del todo pueriles. Empiezo a entender los libros que caen en mis manos y las películas para mayores con reparos en las que subrepticiamente entro. Algunas lecturas de entonces: las novelas católicas pero fuertes de Maxence van der Meersch, dos barojas, Dos Passos encontrado detrás de Dickens y antes de Dumas en el anaquel de la biblioteca de los jesuitas. Películas vistas en cines desaparecidos: El mundo de Suzie Wong, que me transforma de aficionado en cinéfilo; Salvatore Giuliano, que me hace flipar, aunque entonces no se utilizaba el verbo; El verdugo, que aún me inclina más que la película de Rosi hacia un izquierdismo ingenuo y sentimental. Como, entre tanta iniciación, he aprendido también a leer los títulos de crédito de las películas, incluso las americanas, reparo al ver por segunda vez El verdugo (siempre de balde), en el nombre de Rafael Azcona al lado del de Berlanga, que ya me sonaba de antes. Y se da la casualidad: llega a mis manos un libro de aspecto ligero e ilustraciones cómicas, si bien con un título más propio de la novelística austro-húngara a lo Musil o lo Joseph Roth: Los ilusos. Lo leo. Ojeo en la librería Marimón de Alicante pero no compro, por alusiones, otra novela anterior de Rafael Azcona, Vida del repelente niño Vicente. Acabo el bachillerato. Me voy a estudiar Derecho a Madrid.

Qué fácil me resultaba identificarme con Francisco Durán, personaje de 'Los ilusos'

El Madrid de El verdugo y el Madrid de Siempre es domingo, otra película impactante, ésta sin ideología por medio. Me cuesta reconocer en mis primeros pateos de la capital las localizaciones de ésas y otras películas; contempladas en las pantallas gigantes de la época y con la nostalgia del porvenir que tanto se tiene en provincias, la plaza de Manuel Becerra o Las Vistillas parecen decorados grandiosos, lugares de sueño. Pero qué fácil me resulta, al contrario, la identificación con Francisco Durán, el recién llegado de provincias y protagonista de Los ilusos de Azcona, él más pobre que yo, más mayor que yo, más literato que yo. Subrayados a lápiz y tinta al margen del ejemplar de la primera edición ilustrada por Mingote que tengo delante de mí: broma sobre la pobreza del cine nacional en la página 142, reflexión del narrador en la 16, "Cuanto antes se quitara de los hombros la pesadumbre de la modestia, mejor", arranque del capítulo VI: "La llegada de las morcillas les iluminó la Nochebuena. -Burgos siempre se ha distinguido por su caballerosidad, queridos-".

La he vuelto a leer al enterarme de la muerte de su autor: nunca Bravo Murillo ha sido más amenazante, la Gran Vía más lujosa, el metro de Ventas menos recomendable. Los ilusos: un viaje al final de la noche madrileña de entonces, sin las ambiciones ni las exclamaciones ni el odio al género humano de Céline, pero al modo humorístico demoledora, cáustica, verídica en su esperpento.

Apenas traté a Rafael Azcona, a quien vi físicamente por vez primera en una mesa redonda de recuerdo de Ricardo Muñoz Suay celebrada en el cine Doré hará cosa de un año. Yo tenía mala conciencia histórica por la crítica negativa que le hice una vez a uno de sus guiones, pero Azcona no aludió para nada a ella, prefiriendo la cortesía sobre una novela mía que acababa de leer.

El verano pasado coincidí sin embargo con él, rodeados de buenos amigos suyos y míos como Manuel Gutiérrez Aragón, Ángel S. Harguindey y Manuel Vicent, en los cursos de verano de la Universidad de Almería, en Aguadulce. Leyendo estos días de duelo las evocaciones de quienes sí tuvieron la suerte de tratarle con asiduidad he sentido, aparte de una envidia que ya no tiene reparación, la pesadumbre de la modestia que, fiel a su estilo, mostró en los cuatro días almerienses, terminados en un gran homenaje a su figura. No puedo atesorar en mi memoria esas legendarias sobremesas que tantos disfrutaron, ni guardo cartas suyas o libros dedicados por él. Por eso he decidido, en un gesto adolescente que me une al muchacho que descubrió Los ilusos en Alicante en 1964, conservar para siempre los dos SMS que Rafael, estando ya gravemente enfermo, me mandó, con esa generosidad que sus allegados nunca han de olvidar.

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