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Poder y buen gobierno

Joan Subirats

En esta fase previa a la investidura, el más que presumible nuevo presidente de Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha avanzado que hará cambios significativos en la estructura de gobierno. Afirma que buscará una más "funcional", que atienda las prioridades básicas del nuevo Ejecutivo: "Que la economía funcione; que se cree empleo; seguir con la modernización e innovación de España, y mejorar posiciones en política social e integración".

La estructura que empezó a perfilar apunta a un núcleo ejecutivo más pequeño que atienda a esas prioridades de forma específica, y que se responsabilice de coordinar distintas áreas gubernamentales. Se sigue confiando en un esquema que no siempre resulta operativo, pero que parece inscrito en los códigos genéticos de las administraciones públicas, un esquema que se basa en la jerarquía y la especialización. Cuando lo que observamos es que hay temas (como la igualdad de género, la inclusión social, el deterioro de la convivencia urbana...) que requerirían perspectivas más transversales y nuevos formatos organizativos.

Zapatero tiene una gran oportunidad para reformar las administraciones públicas
Buen gobierno es reconocer que el poder no puede reconocer las cosas por sí solo

La progresiva ampliación de tareas gubernamentales ha conducido a que en un gabinete convencional no pueda haber tantos ministros como problemas aparecen y como políticas públicas han de formularse. En Nueva Zelanda (probablemente, el país más innovador en el funcionamiento gubernamental), cuentan con 26 ministros que se ocupan de 72 ministerios, perfectamente diferenciados, y con una lógica de trabajo transversal y temático que resulta ciertamente sugerente. No cabe duda que Zapatero hace bien en preocuparse por la estructura de su futuro gobierno y su funcionalidad, pero debería ir un paso más allá y tratar de encauzar una forma de operar de las administraciones públicas que sintonice con las ideas de innovación y atención a la diversidad que dice querer priorizar.

A mediados de los años noventa, Felipe González, al repasar sus realizaciones en los largos años en que ocupó la presidencia del gobierno, describió a la reforma administrativa como la más importante "asignatura pendiente" que le quedaba por hacer. En la legislatura apenas finalizada, se han hecho cosas en este campo y se han intentado otras, pero lo cierto es que las dinámicas de modernización administrativa no han alcanzado nunca el impulso político que tuvieron cuando Joaquín Almunia fue ministro de Administraciones Públicas.

Lo más sobresaliente en este campo en los últimos cuatro años, al margen de la agenda territorial y sus sobresaltos, ha sido la continua mejora en la incorporación de las tecnologías de información y comunicación en los procesos administrativos, los cambios en el Estatuto del Empleado Público, el Plan Concilia y la Ley de Agencias Estatales. Un balance muy descriptible si atendemos a la significación que tiene el buen funcionamiento de las administraciones públicas en el desempeño general de un país que ha alcanzado niveles importantes de gasto público.

En los temas de "buen gobierno", en febrero de 2005 se publicó en el BOE el llamado Código de buen gobierno de los miembros del Gobierno y de los altos cargos de la Administración General del Estado. Los principios básicos inspiradores del código son incontestables: "Objetividad, integridad, neutralidad, responsabilidad, credibilidad, imparcialidad, confidencialidad, dedicación al servicio público, transparencia, ejemplaridad, austeridad, accesibilidad, eficacia, honradez y promoción del entorno cultural y medioambiental y de la igualdad entre hombres y mujeres". ¿Quién da más? Lo cierto es que, en la práctica, ello se concreta en el fortalecimiento del régimen de incompatibilidades y en un seguimiento semestral del mismo.

Si examinamos el llamado Programa Nacional de Reformas, veremos que su principal objetivo es ayudar a la convergencia europea fijada en la cumbre de Lisboa, y por tanto expresa un interés muy claro en los temas que afectan a la actividad económica. Los únicos indicadores incorporados en relación al funcionamiento de las administraciones públicas hacen referencia a los trámites administrativos vía Internet.

La ley de creación de Agencias Estatales podría haber implicado un cambio significativo en el proceder de la Administración General del Estado, pero ha faltado ambición. La idea era reforzar los aspectos de autonomía y de control por resultados, pero sólo se han creado tres agencias, la del BOE, la de Cooperación Internacional y la Agencia Estatal de Evaluación de Políticas Públicas y de Calidad de los Servicios Públicos, que a pesar de tener un nombre tan largo y ambicioso, apenas si se ha puesto en marcha y requiere mayor autonomía y más relieve.

Lo que de verdad importa es saber si el esfuerzo en confianza y en recursos que la sociedad española hace en relación a sus gobernantes, es respondido adecuadamente. Y ello exige no sólo campañas de publicidad o buenos discursos, sino debate público basado en evidencias, un buen sistema público de información y evaluación y una constante y transparente rendición de cuentas. Y hemos de reconocer que en esos temas vamos atrasadillos.

Lo peor de las reformas administrativas es cuando las mismas se convierten en procesos estrictamente de ingeniería organizacional o procedimental, o en un buen bocado para consultores y expertos de todo tipo. En muchos de esos casos, los problemas derivan de que seguimos manteniendo una visión jerárquica y especializada de la acción de gobierno y por ende, de la labor de gestión y administración. Mientras, la falta de funcionalidad de algunas políticas públicas, sus desajustes y la falta de información fiable sobre los resultados que consiguen, hace seguir creciendo la erosión que sufren los poderes públicos en algo tan importante para su actuación como es la legitimidad.

En estos temas deberíamos poder ir más allá de la retórica y de la simple enumeración de principios y propuestas estrictamente administrativas. Politizar el debate sobre la administración y la gestión pública que queremos, implica conectar los problemas pendientes con el gran cambio social que se está produciendo a pasos agigantados en el entorno de esas administraciones aparentemente autistas. Y por tanto, conectar valores de futuro sobre qué país queremos con procesos administrativos y capacidad de gestión y de servicio a los ciudadanos.

Hoy en día, "buen gobierno" no es sólo informatizar la burocracia o vigilar las incompatibilidades. Es pensar en cómo desplegar las potencialidades de descentralización y de comunicación. "Buen gobierno" es también una manera de proceder en la que se busca el implicar en la acción de dirección colectiva a actores muy diversos, que se influyen mutuamente desde una lógica de respeto y de reconocimiento mutuo.

"Buen gobierno" es el resultado de la labor de muchas instituciones de gobierno en España, de sus distintas esferas autonómicas y locales. Y también es el resultado de otras muchas instituciones, organizaciones y entidades que trabajan y colaboran en resolver problemas públicos desde su compromiso público.

"Buen gobierno", por tanto, es el reconocimiento que los poderes públicos no pueden cambiar las cosas por sí solos. "Buen gobierno" implica reconocer que para que se hagan cosas no sirve sólo la jerarquía y la autoridad, sino también la deliberación, la participación social y el acuerdo social. Cuanto más reforcemos la capacidad social y ciudadana de exigir transparencia y rendición de cuentas, mejor funcionará todo. En definitiva, "buen gobierno" implica modestia y voluntad de aprendizaje colectivo.

Tras las elecciones del 14 de marzo del 2004, Zapatero afirmó: "El poder no me va a cambiar". Esperemos que con la misma determinación nos retorne en el 2012 unas administraciones públicas que hayan cambiado notablemente sus formas de proceder.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política y director del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas de la Universidad Autónoma de Barcelona.

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