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Reportaje:

'Okupas' de plástico en Centro

Una colonia de rumanos monta sus tiendas desde hace meses en dos parques

A veces, media vida cabe en el hueco de una alcantarilla. Y la otra media, en un carrito de la compra. Son las nueve de la noche y Anghel, rumano de 27 años, se prepara para dormir al raso. Primero monta la tienda de campaña. Luego coloca las mantas y dobla, con la pericia de quien repite un ritual diario, un edredón blanquísimo. Hace casi dos años que la casa de Anghel está en el parque de la Cornisa. La suya, y la de buena parte de su familia. Una casa de quita y pon. Pasan los minutos y se va formando una hilera de iglúes multicolor. A su lado duermen sus padres; un poco más allá, sus tíos, primos, vecinos...

Cuenta que vienen casi todos de Giurgiu, una ciudad de 70.000 habitantes al sur de Bucarest. "Está como Burgos de Madrid", dice en buen castellano para que su interlocutor se haga una idea de la distancia. La tienda es su bien más preciado. Por eso no se separa de ella en todo el día. La trajina por medio Madrid en un carrito de la compra mientras busca chatarra. ¿Y el resto de cosas? "Aquí". Al rato se entiende a qué se refiere. Los habitantes del parque tienen un curioso sistema de almacenaje. Provistos de un gancho, levantan las tapas de las alcantarillas y sacan bolsas llenas de mantas, sacos de dormir, ollas...

Los hombres recogen chatarra y, las mujeres, piden en las iglesias
"A veces, la policía los echa, pero por la noche vuelven", afirma una vecina

En el campamento de la Cornisa, detrás de la basílica de San Francisco el Grande, viven ahora unos 40 gitanos rumanos. Dicen los vecinos que ha habido más, y también menos, durante los tres o cuatro años que llevan viéndolos por allí. Donde no estaban acostumbrados a su presencia es en los cercanos jardines de Las Vistillas. Al anochecer aparecen una docena de tiendas de campaña alineadas bajo la columnata semicircular, uno de los miradores más espectaculares de Madrid.

Catalin -ojos aceituna grandes, gorro de lana negro bien calado- también se dedica a la chatarra. Muestra con desdén varios palos de aluminio, quizá antiguos marcos de ventana. "Todo el día andando para esto", farfulla. Se los pagan a un euro el kilo. A ojo, calcula que sacará tres euros. "En Rumania soy soldador. Aquí es muy difícil encontrar trabajo. Y si lo hay, piden papeles". Lleva un mes en Madrid, cuenta mientras su mujer, que sonríe pero no habla, extiende las mantas dentro de la tienda. No es la primera vez que vienen, pero quizá sea la última. "Ya no voy a volver; en mi país gano más".

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Unos metros más allá, una mujer lava ropa en un barreño. Coge el agua del estanque del monumento a Gómez de la Serna, que parece bastante sucia. "Sí", admite, y se encoge de hombros. Es lo que hay. La verja que rodea la fuente hace de tendedero improvisado. El campamento, iluminado por las farolas, está en plena actividad. Un chico se arranca a bailar al son de una música que recuerda a las películas de Kusturica. Aquí duermen, cocinan, se asean -con agua de la fuente- y lavan la ropa unas 25 personas. Todas se conocen, porque son del mismo pueblo, dice Catalin. Él no para de hablar, a diferencia de sus compañeros, que miran con recelo. De repente se calla. "Si quieres que te cuente más cosas, dame cinco euros".

En Las Vistillas no necesitan usar las alcantarillas como armarios. Una caseta del parque, quemada y sin puertas, almacena colchones, mantas y perolas cuando se levanta el campamento. A las ocho de la mañana ya no queda ni rastro de sus ocupantes. Algunos vuelven para comer a mediodía. Como Irina, que accede a hablar al tiempo que remueve un guiso de arroz y muslos de pavo. Tiene 37 años y cinco hijos en Rumania. Se dedica a pedir, afirma, como el resto de las mujeres. Por eso se conoce al dedillo los horarios de misa de las iglesias de la zona. "A las siete voy a la Paloma", dice en un castellano que no se corresponde con el mes que, asegura, lleva en Madrid. "La tele", da por toda explicación, y suelta una carcajada. Un canal rumano emite 24 horas de telenovelas latinoamericanas, sobre todo mexicanas. "Me gustan", confiesa divertida mientras controla el fuego del hornillo.

Varios hombres jóvenes esperan que esté la comida hecha sentados en los bancos del parque. Cuando se les pregunta a qué se dedican, responden a coro: "Chatarra". Saber cuánto tiempo llevan en Madrid resulta más complicado. "Dos meses", dice uno. "No, tres meses", le contradice otro. El vecino tercia: "Tres semanas". Y todos sonríen con picardía, encantados de tomar el pelo a quien les pregunta. Un jardinero municipal confirma lo que se aprecia a primera vista: "Cuando se van lo dejan todo recogido. No hemos tenido que reforzar la limpieza".

Anghel es uno de los más antiguos de la Cornisa. Cuenta que quiere traerse a su mujer y a su hijo pequeño, pero que es difícil porque el trabajo escasea. "Hoy he cenado, pero mañana ya no tengo nada para desayunar", se lamenta. Marcel, que es su primo, asiente, pero cuando le toca contar cómo se gana él la vida, asegura que aquí es mucho más fácil conseguir dinero que en Rumania. Dice que tiene 31 años y viste con más estilo que la mayoría de sus compatriotas: vaqueros, gorra y pendiente, zapatillas deportivas, cazadora... Se mueve por la Puerta del Sol, asegura con una sonrisa socarrona. ¿De dónde saca el dinero? Pone los puños a la altura de la cadera y hace un gesto inequívoco: "Haciéndolo con hombres".

Anghel, Marcel y el resto de la familia venida de Giurgiu acampan junto a una verja, en la parte más alejada de la iglesia. A pocos metros hay un parque infantil, pero a la hora en que empiezan a levantarse las tapas de alcantarilla ya no queda ningún niño. A la hora de comer, sí. Mientras humean los estofados, Melinda vigila a su hijo, que trepa por un columpio desafiando las más elementales leyes físicas. En los nueve meses que lleva en Madrid nunca ha hablado con los acampados, pero sabe de dónde son. "Yo también soy rumana, pero de origen húngaro", puntualiza.

Melinda asegura que nunca ha habido ningún problema con ellos. "Aunque no es agradable verlos ahí, viviendo en la miseria", asegura mientras no quita ojo a su hijo, que ahora ha decidido saltar a las bravas la verja que rodea el parque infantil. Otros vecinos de la zona le dan la razón. Como Raquel y su hija, que viven en la calle de El Jerte. "Ellos no nos estorban, no se meten con nadie", resume la madre. "Lo que molestan son sus deposiciones. Ahora que es invierno, todavía, pero con el calor hay más olor".

Explica que su casa está justo al lado de la esquina del parque que los acampados usan como retrete común. Lo ilustra con una imagen muy gráfica: "A veces se forma un río que llega hasta la alcantarilla". Además, interviene la hija, "da palo pasar porque las ves ahí haciendo sus necesidades". Y es imposible no pasar varias veces al día. Como ahora, que han salido a pasear al perro. "De vez en cuando viene la policía y los echa. Levantan el campamento pero, por la noche, vuelven a montarlo". Los acampados aseguran que nadie ha ido a ayudarles. "Hemos ido miles de veces, pero rechazan todas las opciones de alojamiento que les ofrecemos", asegura un portavoz del Samur Social.

"Esta zona, la única verde del centro, se ha dejado degradar a propósito", denuncia David Jiménez, portavoz de Amigos de las Vistillas-Parque de la Cornisa, "para construir". Un convenio entre el Arzobispado y el Ayuntamiento prevé la construcción de oficinas de la Iglesia y la urbanización de la zona.

Un chico llama a su perro, que está olisqueando la tienda de campaña donde duermen Estela y su marido. Estela, que tiene 28 años aunque aparenta algunos más, lleva sólo dos semanas en Madrid. Se arrepiente de haber venido. Cuenta, al borde de las lágrimas, que todavía no ha podido enviar nada a su suegra, que cuida a sus dos hijos en Bucarest. Su castellano es precario, pero aguanta la conversación. Ella tampoco se pierde las telenovelas mexicanas. Lleva el pelo negrísimo cubierto con un pañuelo, una falda hasta los pies y chanclas verde flúor con calcetines marrones muy gruesos.

"Hace mucho frío", repite mientras se frota una sudadera roja bajo la que se adivinan varias capas más. Su tienda, rodeada de bolsas, bidones de agua y ropa a medio secar, está en otra zona del parque, bajo unos pinos. En la de al lado duerme su hermana; en la de más allá, su hermano. Cuando se vayan, al alba, atarán sus pertenencias a los troncos. Hasta la próxima noche.

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