En punto
Acaba de ocurrir lo que tenía que ocurrir: el articulista se ha quedado sin tema. El articulista lleva años escribiendo artículos y sabe que tarde o temprano todo articulista se queda sin tema, pero no sabe qué hay que hacer cuando llega el momento; lo único que sabe es que el momento ha llegado. Como cada dos semanas, a las doce del mediodía de hoy el articulista tiene que enviar al periódico un artículo de 90 líneas; sin embargo, ya son las diez y ni siquiera sabe sobre qué va a escribir. Sentado ante el ordenador, con las yemas de los dedos rozando impacientes el teclado, el articulista se angustia, intenta relajarse, se angustia otra vez. De repente se le ocurre un tema -un tema político: algo relacionado con las elecciones generales, que son inminentes y ya se habrán celebrado cuando su artículo se publique-; el articulista, sin embargo, descarta enseguida ese tema: cada vez que escribe de política se pone solemne, últimamente no para de ponerse solemne y corre el riesgo de que la gente descubra que en realidad la política le importa un pimiento y de que, en consecuencia, el periódico le despida. Apenas descartado este tema, se le ocurre otro -algo relacionado con Billy Bob Thorton, ex marido de Angelina Jolie, quien en una memorable entrevista declaró: "Dejé a Angelina para ver la tele"-; pero el articulista también descarta ese tema, y no sólo porque Thorton y Jolie le importen un pimiento, sino porque se trata de un tema demasiado frívolo y últimamente no escribe más que de frivolidades y corre el riesgo de que la gente descubra que en realidad es un frívolo redomado y de que, en consecuencia, el periódico le despida.
"El articulista sabe que, tarde o temprano, todo articulista se queda sin tema"
El articulista mira el reloj: son las once menos cuarto y, aunque ya ha escrito 26 líneas, sigue sin tema o sin un tema que no vaya a ocasionarle el despido; acariciando las teclas del ordenador, se angustia, se estruja el cerebro en busca del tema adecuado y, con la esperanza de que si se distrae lo encontrará, piensa en temas inadecuados. Como todo el mundo, el articulista sabe que hay tres temas que un articulista no puede abordar jamás: uno es los perros, otro los médicos, otro los taxistas. El articulista lo sabe por experiencia: en una ocasión escribió un artículo sobre perros y Vázquez Montalbán le propinó una colleja de la que aún no se ha recuperado, y en otra ocasión escribió sobre médicos y el buzón del periódico se atascó de cartas de protesta. ¿Y los taxistas? Temerario o desesperado, el articulista piensa que, ya que no sabe sobre qué escribir, debe escribir sobre taxistas: es la forma de demostrar que no es un articulista frívolo, sino comprometido, un intelectual insobornable dispuesto a abordar los temas que nadie tiene la valentía de abordar. El problema es que el articulista no sabe absolutamente nada sobre taxistas -ni, de hecho, sobre perros o sobre médicos-; claro que esto, bien pensado, no es un inconveniente; al contrario: el articulista sabe que, cuantos menos conocimientos se tienen de un asunto, más fácil es opinar sobre él, y que a un articulista no se le pide que sepa, sino que opine (la prueba es que él opina constantemente sobre asuntos de los que no sabe absolutamente nada y le va muy bien). Hay otro problema, y es que el articulista siente una simpatía irreprimible por los taxistas: en general, le parece gente seria, cordial y diligente; ese sí es un inconveniente insuperable, porque la primera norma de un articulista consiste en no hablar bien de nada ni de nadie (salvo, sutilmente, de sí mismo), y si a él se le ocurre escribir un elogio del taxista todo el mundo pensará que no es un intelectual insobornable, sino una sanguijuela dispuesta a conquistar a base de adulación el favor de los taxistas. En ese momento, sin embargo, el articulista recuerda algo que le ocurrió con un taxista. Fue hace algunos años, un día en que paró un taxi en el centro de Madrid; lo conducía una anciana apacible que enseguida se reveló como una conductora asesina, y, después de que realizara un par de giros suicidas sin poner el intermitente, sudando de miedo el articulista le imploró que lo pusiera. "¿Está loco o qué?", le contestó la mujer, mirándolo perpleja por el retrovisor. "¡No hay que darle pistas al enemigo!". Feliz, convencido de que por fin ha encontrado el tema de su artículo, el articulista piensa que quizá podría trazar un paralelismo entre los taxistas y los articulistas: al fin y al cabo, piensa el articulista, escribir artículos consiste en dar constantemente pistas al enemigo. Pero, vuelve a pensar el articulista, si de verdad escribir artículos consiste en dar pistas al enemigo, entonces lo mejor que podría hacer él es dejar de escribir artículos. De inmediato, este pensamiento le bloquea.
El articulista mira otra vez el reloj: son las doce menos dos minutos y sólo le faltan cuatro líneas para terminar el artículo y comprende que sigue sin saber de qué va a hablar. Escribe lo anterior y advierte que sólo le faltan tres líneas y piensa que a estas alturas ya importa un pimiento si el artículo es solemne o frívolo o comprometido o digno de una sanguijuela. Escribe lo anterior y piensa que sólo le faltan dos líneas y que, si no envía de inmediato el artículo, el periódico le va a echar. Escribe lo anterior y dan las doce y escribe esta línea y luego, con un alivio inmenso, envía el artículo.
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