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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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La dicha de los columpios

Tengo un nuevo amigo de año y medio, G., a quien conocí antes de Navidad y de quien quedé prendada como solemos hacerlo las mujeres a quienes no nos gustan sistemáticamente los niños sólo por el hecho de serlo. G. es una persona inteligente, un seductor lleno de curiosidad y de capacidades. Sus primeros pasos los dio para mí, ante el asombro no exento de celos de sus padres, quienes, sin embargo, tuvieron la gentileza -de alguna parte le viene al chaval su carácter- de tomarse la cosa con generosidad. Desde entonces, aunque a veces permanecemos separados durante semanas -porque G. viaja y yo también-, el muchachito, que vive en Beirut no muy lejos de mi casa, se alegra siempre que nos reencontramos y me demuestra sus nuevas habilidades. Conmigo aprendió a decir que no con la cabeza, vigorosamente, y ahora me he encontrado con que también sabe decir sí. Espero que dentro de muy poco aprenda a distribuir ambas capacidades. También sabe, desde hace días, encoger el hombro derecho en actitud de indiferencia, mientras nos contempla fijamente. Es un genio de la expresión corporal.

"G. crece asistiendo a una guardería que no es para pijos, sino para hijos"

Lo ejemplar de esta historia, en lo que respecta a mi provecho, es que estoy asistiendo al proceso de educación, por parte de dos personas jóvenes pero maduras, de una criatura a la que no se debe defraudar ofreciéndoselo todo para que acabe no siendo feliz con nada.

El planeta en el que vivimos, el de los ricos -rico es cualquiera que disfruta con lo superfluo-, se ha habituado a empachar a sus hijos con dones materiales que jamás les acompañarán cuando la soledad ante el simple misterio de la vida les agobie. En sus perplejidades de iniciado al trauma de existir, ningún niño de este mundo encuentra consuelo al contemplar el coche en miniatura, imitación perfecta del último modelo en el mercado, que puede pilotar por el parque para envidia de sus amigos. Los críos que temen la oscuridad, los que sufren la pesadilla del sospechado abandono porque no entienden las discusiones de sus padres, o que detestan la rigidez de la maestra, o que se mean en la cama porque temen no ser lo bastante amados o se sienten acosados por un hermano mayor o un pariente… Una estantería rebosante de juguetes, con los últimos modelos, los más grandes, para la nocturna pena, sólo es un nido de fantasmas. Por eso los críos, G. incluido, se agarran a sus ositos por las noches. Él tiene la suerte de ser un niño feliz, con unos padres atentos a que no ignore las verdades de la vida, y las resista.

G. crece, por tanto, asistiendo a una guardería que no es para pijos, sino para hijos: las mujeres que cuidan de él parecen madres de las de antes, o de siempre, atentas a los mocos y a las risas, y los críos mantienen relaciones sociales confiadas y sencillas, se descubren, se quieren, se pelean, se reconcilian, se eligen. Crece también entreteniéndose con los colores de las baldosas de caucho que aminoran sus caídas, descubriendo los volúmenes de los objetos, el porqué de los sonidos, la disposición de los adultos. Sus padres, que pueden permitirse llevarle a un lugar u otro de vacaciones o de paseo, tal vez no le nieguen la visita a un parque temático, pero por ahora prefieren acompañarle al campo y sentarlo en un prado, en donde el niño retoza en el suave jeroglífico de las margaritas que crecen, como él, al amparo de las montañas.

Me contaban sus padres, sus montañas, el horror que les produce meter a su muchacho en la carrera de ese afán de posesiones que nunca tiene límites. Hay una cosa que decían los antiguos, les dije, y que no falla nunca: enseñar el valor del esfuerzo y de lo que uno mismo consigue por su propio mérito. Y junto a eso, amor. Sustituir el "quien bien te quiere te hará sufrir" y el "quien te hace sufrir es que no te quiere y te traumatiza" que le ha sucedido, por un "quien bien te quiere no te hace sufrir, pero te exige, te aprecia y te premia o castiga por tu propio bien y el de todos".

G. será un niño que también jugará con chapas y a la rayuela. Ya ha descubierto la felicidad de los columpios.

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