Violadas en la selva, repudiadas en casa
Cuando cae la noche en Rutshuru, al este de la República Democrática del Congo (RDC), casi todos buscan refugio en casa. Los niños corren para que ninguna banda les secuestre y les convierta en soldados a la fuerza. Los hombres dejan de zangolotear por las calles polvorientas y tristes para no verse atrapados en el tiroteo cotidiano. Cuando anochece, Rutshuru es realmente peligroso. Y sin embargo, precisamente entonces, al adueñarse la oscuridad de la ciudad sin ley, es cuando muchas mujeres salen en silencio de su choza y se esconden en la selva: saben que si se quedan en casa, muy probablemente serán violadas.
Así de dura es la vida de las mujeres en Rutshuru y en todo el este de la RDC, la zona con más violencia sexual del país con más violaciones de todo el planeta. "La violencia sexual en Congo es la peor del mundo", proclama John Holmes, subsecretario general para Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas. Médicos Sin Fronteras (MSF), con proyectos en 75 países, incluidos los que viven las peores tragedias del momento, objetiva esta realidad escalofriante, presente en cada esquina y en cada rincón del devastado este congoleño: el 75% de los casos de violencia sexual que MSF atiende en todo el mundo proceden de este país-continente en el corazón de África, en el que se suceden las guerras y la muerte violenta se ha convertido en norma.
Las mujeres creen que están más seguras en la selva que en casa. Algún grupo guerrillero llama a la puerta cada noche
"Los mismos militares que asesinaron a mi marido volvieron y nos violaron a mí y a otra mujer"
Muchas violadas son agredidas de nuevo al volver a su aldea. Con tanta corrupción, no se atreven a denunciar
Se busca destruir al grupo contrario, extender el virus del sida en él, destrozar familias, forzarlas al exilio...
No hay lugar seguro para las mujeres en la región congoleña de los Kivus en estos terribles años de furia
"Las mujeres creen que están más seguras en la selva que en casa, porque cada noche algún grupo guerrillero -cuando no es uno, es otro- llama a la puerta. Pero lamentablemente, la mayoría de las que se esconden en el bosque acaban siendo violadas igual", explica Jachy, la coordinadora del programa de violencia sexual del único hospital de Rutshuru digno de este nombre, gestionado por MSF. Por el despacho de esta mujer vital y grandota, que ha nacido en el pueblo y que pese a todo no se plantea irse, pasan a diario mujeres con el mismo desgarro. "Si las atacan en la selva, las violan. Pero para ellas suele ser peor la agresión en casa: el marido y los hijos son entonces obligados a contemplar la violación en serie. El objetivo suele ser hacer el mayor daño posible", añade.
Kavira Tassy tiene 29 años, aunque el último no lo ha vivido; sólo lo ha sufrido. Hace ya siete meses de esa noche aciaga, pero tiene aún todo el cuerpo magullado. Un collar ortopédico le sostiene el cuello y su voz es apenas un hilillo casi inaudible: "La guerra se acercaba y escapé porque tenía miedo. Al volver, mi parcela estaba ocupada por un hombre que no conocía y no me dejó entrar, ni a mí ni a mi marido. Protestamos, y entonces este hombre avisó a cuatro soldados", explica con voz clueca y la mirada perdida en el horizonte. Y añade: "Entonces fue todo muy rápido: los soldados me detuvieron, me encerraron en una habitación, me violaron y me dieron una paliza tremenda. Aún necesito ayuda para andar".
En los Kivus, la convulsa región oriental congoleña tan rica en minas -oro, diamantes, coltán, cobre...- y tan pródiga en sangre y miseria, la historia de Tassy no tiene nada de excepcional. Hay tantas armas y tantos grupos violentos campando a sus anchas -cada uno con su correspondiente amigo suministrador detrás, ávido de conquistar una nueva mina-, que lo raro es más bien vivir sin conocer de cerca la violencia sexual. En algunas poblaciones -como Shabunda, al sur, pero hay muchas otras- más del 70% de las mujeres han sido violadas. Y la cifra sólo incluye los casos denunciados, siempre menor que la real.
La lacra está tan extendida que lo difícil es reconocer a los agresores. Suelen portar armas y uniforme, pero cuesta distinguir si son rebeldes tutsis alzados contra el Gobierno, guerrilleros hutus atrincherados desde que en 1994 huyeron de Ruanda tras perpetrar el genocidio, milicianos Mai-Mai con ínfulas de somatén, estrafalarios rastas que escandalizan incluso a sus rivales por la violencia extrema que emplean... O quizá son los propios soldados del Ejército, hambrientos, beodos, desmoralizados y con meses sin cobrar. Los informes de las organizaciones de derechos humanos les señalan a todos, sin excepción. Se pelean entre sí, pero las que pagan son siempre las mujeres.
Tras la paliza, Tassy logró huir de Lubero, su región, y encontró cobijo en Goma, la destartalada capital de Kivu Norte, que rivaliza con Bukavu, la capital de Kivu Sur, al otro extremo del bellísimo lago Kivu, como centro de la infamia. Gesom, un pequeño hospital financiado por el Fondo de Naciones Unidas para la Población, la ha aceptado en su programa para las víctimas de violencia sexual.
El centro está desbordado: "Hay tantas mujeres afectadas, que ocupaban todas las camas y no había sitio para el resto de enfermos. Al final hemos tenido que crear un recinto para ellas solas", explica el médico Elysé Rugagi mientras muestra orgulloso cómo han convertido una casucha en un digno centro médico. El recinto específico para la violencia sexual es en realidad una especie de tienda de campaña que alberga 10 camas para atender a 20 víctimas. Un grupo de mujeres pasa el tiempo cosiendo en el patio y bisbiseando sin levantar nunca la mirada del suelo. Algunos niños -más de uno nacido tras una violación- juegan, ajenos al sufrimiento.
Tres mujeres de vitalidad arrolladora -Rose, Adidja y Amiha- están al frente de esta frágil isla de seguridad para las mujeres. "Tratamos de ayudar como podemos, insuflando toda la energía y el amor posibles, pero la gente llega muy traumatizada y lo que nos cuenta nos afecta mucho", dice Rose. Sus historias dejan paralizado al más bravo: mujeres violadas en serie por 20 hombres, jóvenes secuestradas durante un mes como esclavas sexuales de un batallón de energúmenos, abusos a bebés de 10 meses, violaciones de abuelas de 70 años... "La situación es cada vez peor y el Gobierno no hace nada. ¡Sólo nos ayudan las organizaciones humanitarias!", brama Adidja.
En realidad, el Gobierno sí ha hecho algo, al menos sobre el papel: ha impulsado una ley, ya aprobada, para combatir la violencia sexual y castigar a los agresores. El problema es que en este país la ley raramente se cumple y el Estado ni siquiera tiene la autoridad suficiente para hacerla cumplir. Es una mera ficción sobre el papel. En los Kivus es evidente que el Estado pinta poco: en esta región de exuberante belleza tropical, comparada en ocasiones con Suiza, la única ley que rige es la que promulgan las incontables bandas armadas.
El origen de la pesadilla se remonta al menos a 1994. La vecina Ruanda ardía por los cuatro costados y más de un millón de personas cruzaron la frontera hacia la RDC (entonces Zaire). Entre los refugiados había decenas de miles de interahamwes (los que matan juntos), los que habían perpetrado el terrible genocidio a machetazos.
La macabra dinámica ruandesa -de un odio tan exacerbado y enquistado que provoca estupefacción, incluso en los tremendos estándares africanos- se trasladó entonces al este del Congo. Los interahamwes, armados hasta los dientes y bien escondidos en la selva, siguen persiguiendo a tutsis y conspirando para reconquistar por la fuerza el poder en Ruanda. A su vez, los tutsis -poco importa si congoleños o ruandeses: siempre apoyados por Kigali- buscan a los hutus genocidaires hasta el último rincón para vengarse y establecer algo así como un cordón sanitario que proteja al régimen ruandés, hoy bajo control tutsi.
La espiral infernal entre hutus y tutsis es ya explosiva de por sí, pero la descomposición del Zaire de Mobutu a partir de 1996 no hizo sino agravar la situación: guerra civil en el Congo, entrada al país de hasta nueve ejércitos extranjeros -se conoció como guerra mundial africana (1998-2003) y causó cuatro millones de muertos- y lucha a muerte por el control de las minas de la zona. En teoría, en el país hay paz desde 2003, pero los Kivus no la han llegado a conocer: hay demasiadas armas repartidas, demasiadas riquezas por explotar y demasiados grupos insurgentes -con veleidades políticas o meros delincuentes- apoyados por demasiados amigos extranjeros.
"Es obvio que la violencia sexual se está utilizado aquí como arma de guerra", sostiene en Goma el sociólogo Jules Barhalengeltwa. Este hombre se ha pateado decenas de pueblos en los Kivus y dice que no tiene ninguna duda de que las cotas de violencia sexual son aquí las peores del mundo. "Es cierto que en Bosnia y otros lugares también se utilizaron las violaciones como arma de guerra, pero aquí hay más grupos y, por tanto, es aún peor porque las mujeres son atacadas por todos", sostiene.
"Las violaciones masivas buscan destruir al grupo contrario, extender entre sus miembros el virus del sida, destrozar familias, forzarlas a exiliarse, humillarlas...", explica Barhalengeltwa. Y concluye: "Es un arma muy potente que utilizan todos sin excepción, pero sobre todo los interahamwes. El objetivo es destruir al contrario, no sólo violar".
"Las mujeres somos las víctimas principales de las guerras. Lo sé de primera mano". Nathalie Furaha, de 28 años, cuenta cosas terribles sin dejar de jugar embelesada con su niño en brazos: "Un grupo de milicianos tutsis vinieron a casa a buscar a mi marido, se lo llevaron y lo mataron. Aquella misma tarde volvieron y ellos mismos me contaron lo que habían hecho. Luego me obligaron a seguirles, me metieron en una casa junto a otra mujer y los mismos militares que habían asesinado a mi marido nos fueron violando una y otra vez".
Nathalie habla despacio; parece esforzarse para evitar que un torrente desatado de ira no ahogue el relato. No va a perdonarles, recalca, pero está al menos en camino de recuperarse del trauma. Participa en un programa de Women For Women, una organización no gubernamental con sede en Washington que impulsa en los Kivus talleres específicos para las víctimas de violencia sexual. El objetivo es ayudarlas a recuperar la dignidad que han querido arrebatarles primero el agresor y luego la sociedad con el manto del estigma. Para ello les enseñan un oficio y les otorgan financiación para que puedan llevarlo a la práctica y dependan sólo de ellas mismas.
Aunque parezca mentira, el rechazo social entre los suyos suele ser el segundo gran golpe que debe afrontar la mujer. Muchas veces, el marido la repudia tras el ataque. En ocasiones, incluso la propia familia. Todo un muro de prejuicios y supersticiones se levanta para hacer todavía más difícil su recuperación. "Las mujeres suelen venir a la consulta a escondidas porque temen que el marido las abandone si se entera y que la gente las señale en la calle", apunta Jachy, la psicóloga que trabaja con MSF en Rutshuru. "Hay veces en que el agresor les da a elegir, regodeándose así en el sufrimiento: o mata al marido o viola a la mujer. El marido implora que viole a la mujer para salvar él la vida y, aun así, luego la rechaza", explica Jachy.
Cuando no se la acusa de coquetear con el violador, se la repudia por temor a que sea portadora del virus del sida. En este caso, según el cliché dominante nacido de las entrañas de la incultura, o va a contagiar la enfermedad o el tratamiento médico costará demasiado dinero y llevará a toda la familia a la ruina. El abandono es, pues, la respuesta más habitual. Los rasgos culturales congoleños no ayudan a mejorar la situación de las afectadas: "Aquí se ve a la mujer como una criatura sagrada, y si ha sido violada, se convierte en todo lo contrario: en impura, en portadora de todos los males", lamenta el sociólogo Barhalengeltwa.
La pinza del hombre es por tanto doble: primero, unos violan; y después, otros repudian. "Es imprescindible implicar al hombre en esta lucha contra la violencia sexual. De lo contrario, nuestros esfuerzos serán estériles", sostiene Marie Noël Cikuru, coordinadora del programa de Women for Women en Kivu Norte. Su ONG ha empezado a impartir talleres para líderes comunitarios con el objetivo de ir socavando los prejuicios e implicarles en este combate. "La respuesta está siendo buena; tenemos esperanza", remacha.
En una de las colinas de Bukavu, la bulliciosa capital de Kivu Sur desparramada junto a un lago de ensueño, se erige el hospital Panzi, la joya médica de los Kivus levantado con ayuda de la cooperación occidental. Hay más de 300 camas, medios decentes e inmascesible ilusión. Pero el puntero programa de violencia sexual está absolutamente sobrepasado. Sólo en Kivu Sur, la ONU contabiliza 25.000 casos anuales desde hace años, y va en ascenso. Otras estimaciones más pesimistas de ONG que trabajan en la zona elevan la cifra en ocasiones incluso hasta los 100.000.
Unas 40 mujeres aguardan su turno en una hilera muy ordenada junto al jardín, el remanso de paz del hospital. Quieren ver a la doctora Cécile Mulolo. Esta mujer enérgica y de ideas claras es su contacto con el mundo tras salir del infierno y representa el punto de enganche más sólido con la ilusión de normalidad. Ella guarda bajo llave los secretos de sus pacientes, envía si es necesario un coche a recoger sigilosamente a una afectada en un andurrial perdido en la selva y las trata exhaustivamente: píldora del día después, test del virus del sida, tratamiento preventivo con antirretrovirales, examen de otras enfermedades de transmisión sexual, vacuna de hepatitis B, del tétanos... Y, sobre todo, apoyo psicológico continuado.
"Es agotador. Veo de media a 420 mujeres al mes; todas con historias terribles", explica Cécile en su humilde despacho. "Lo peor es que la situación no mejora, sino todo lo contrario: cada vez es peor. Y la impunidad es total. Hay muchos casos de mujeres violadas que vienen a tratarse, vuelven a su aldea y las vuelven a violar los mismos. Hay tanta corrupción que no se atreven ni a denunciar a los agresores. Aquí, si tienes dinero, nunca entrarás a la cárcel. Las que denuncian se arriesgan a que vuelvan a atacarlas con más ensañamiento si cabe", explica sin pausa.
Lo que más teme Domitila Mbebanaumie, de 48 años, es precisamente regresar a casa y encontrarse de nuevo con sus agresores: "Quiero verlos en la cárcel, pero sé que si vuelvo a mi pueblo, lo más probable es que sigan allí tan tranquilos, como si nada. No lo soportaría", afirma.
A Domitila la violaron en 2004 y, cuando creía que había logrado al fin superarlo, se encontró de nuevo con el terror: una nueva violación. Hace ya tres meses de ello, pero lo revive aún hecha un manojo de nervios y con los ojos enrojecidos. "Llegaron al amanecer. Eran tres soldados que no conocía y dos hombres del pueblo. A uno de éstos sí que lo conocía bien porque quiso salir conmigo y yo le había rechazado. Ésta fue su forma de vengarse. Los soldados me violaron, uno tras otro, y los civiles miraban y se reían. Luego se fueron. Seguro que siguen libres, pese a que mi hijo les denunció".
La española Teresa Sancristóval, de 36 años, es la jefa de misión de MSF en la República Democrática de Congo. Encadena trabajos humanitarios en conflictos armados de todo el mundo desde 1995 y no encuentra parangón con lo que se encuentra a diario en Bukavu, donde ha instalado su base. Ni siquiera le sirve la explicación de que la violencia sexual está tan extendida porque se emplea como arma de guerra. A su juicio, la epidemia se encuentra ya en otro nivel. Más desbocada. Más difícil de definir, de explicar y, por supuesto, de contener.
"El problema es que cuando desencadenas la violencia es muy complicado volver atrás. Y aquí llevan ya tantísimos años en guerra que el descontrol es muy grande", explica Sancristóval, un torbellino, siempre arriba y abajo dispuesta a traer la ayuda hasta el rincón más recóndito de este país olvidado. "Seguro que hay quien emplea la violencia sexual como arma de guerra, pero la mayoría sigue otra lógica: están acostumbrados a matar y, una vez que has matado, todo tiene menos sentido; la violación es sólo un componente más de esta dinámica tremenda", opina. De su experiencia extrae que la mayor parte de las violaciones las cometen soldados en retirada, tras perder una batalla. "Tienen rabia, un arma y necesitan sentirse aún poderosos: violan", concluye.
No hay lugar seguro en la región de los Kivus en estos terribles años de furia. Wimana Mariqueritte, de 43 años y mirada extraviada, lo aprendió brutalmente. "Mi hijo enfermó y fui al hospital para que lo examinaran. Había grupos de soldados pululando por allí. No sé ni quiénes eran ni qué defendían, pero me quitaron el niño, me encerraron en un cuarto y me violaron", rememora con rabia y con la voz entrecortada. "No puedo quitármelo de la cabeza; día y noche me atormenta el recuerdo. Todo el día tengo miedo", añade Wimana.
En Goma, en Bukavu y en Rutshuru el cielo es diáfano, pero el aire está siempre emponzoñado. Nadie sabe cómo poner fin a esta espiral diabólica de hombres muertos en combates incomprensibles y de mujeres violadas y torturadas. Una mujer exhausta y combativa, que prefiere ocultar su identidad para no hacer todavía más difícil su trabajo con las víctimas, apunta que la solución está a miles de kilómetros de distancia, al norte. "Necesitamos ayuda internacional, pero no sólo con financiación, médicos y voluntarios que nos compadezcan", implora esta activista pro derechos humanos, quien añade: "El compromiso debe ser también en algo más profundo: ¿quién vende las armas a estas bandas? ¿Quién compra el oro, el coltán y los diamantes que se extraen aquí sin control?". "¡Ésta es la raíz del problema que debe atajarse!", exclama. Por ahora, las armas entran y los minerales salen: las mujeres seguirán huyendo a la selva cuando cae la noche.
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